Mientras el hombre común ha pasado a ser un número en un panorama social de masas como el actual, los grupos han tomado protagonismo en la sociedad consumista, amparados ideológicamente por la inteligencia capitalista y alimentados en la práctica por los operantes empresariales. La consecuencia es que el individuo común, el único que debe contar en la base de una sociedad libre y verdaderamente abierta, ha entrado en proceso de franca decadencia y pende sobre él la amenaza de ser socialmente silenciado arrastrado por la corriente mayoritaria, para luego entrar en fase de liquidación como persona.
Cada grupo de interés que emerge con los nuevos tiempos, lo hace argumentando la exigencia del supuesto progreso e invocando nuevos derechos que, a base de tantas olas, van a acabar por llevarse por delante todo lo ornamental montado en torno a esa construcción llamada consumismo. Está claro que este progreso, a menudo de pura pacotilla, conduce a la destrucción de la sociedad, en cuanto genuina conductora de la existencia colectiva, para entregarse a la voluntad de las modas promovidas como negocio, para unos pocos, e ilusiones de poder, para sus seguidores.
El hecho es que la persona sumisa cuenta y se publicita en cuanto de alguna manera vende en el mercado, ya sea como consumista perceptora de subsidios o como consumista generadora de sus propios ingresos. Los que no venden nada comercialmente explotable, lo que sucede con el hombre común, carece de interés en la sociedad de mercado. De ahí, que muchos se afanen por comprar productos, vender imágenes y otros por hacer bulto en algún grupo, con la ilusión de ser reconocidos, porque individualmente no existen, y para dar fe de su existencia están las imágenes de televisión y, en general, de los medios audiovisuales.
Si asistimos a un proceso de claras connotaciones mercantiles, consistente en mimar a aquellos grupos que generan importantes ingresos para las empresas y el mercado, a fin de que sigan consumiendo por encima de la media, la otra cara del proyecto es el efecto que ello produce en la sociedad. Alentar a los grupos, si bien está claro el interés mercantil, ya no es tanto lo de reconocer derechos, porque están reconocidos para todos en plano de igualdad, sino animar a la diferencia, la distinción, la clase y a la explotación del estatus. El argumento de la igualdad decae, hasta el punto de lo que el grupo reclama es privilegios y, en definitiva, poder para que el resto de la sociedad les adore como pequeños iconos de moda. Se entra en una especie de dominio grupal que viene a exigir a la sociedad obrar conforme a sus exigencias.
La influencia de esos grupos variopintos, producto del mercado, altera el ritmo de la sociedad y. como moda comercial dominante, destruye la individualidad común que se siente aislada y animada a incorporarse a algún grupo para existir, con el riesgo de verse falseada su dirección de progreso natural, porque es manipulada. Al hombre común se le exige estar con las modas como forma de socialización, modas que son conducidas por grupos que animan a contar con seguidores, sino reales, cuanto menos virtuales.
Este proceso, sin el apoyo material de quien tiene el poder de organización política, no sería posible. La política de moda, fiel aliada del capitalismo, busca la obtención de sus propios beneficios al aire del mercado, en términos de un grupo más. En el sistema partitocrático, como sucedáneo operativo de democracia representativa, lo que se impone no es el interés general, sino los propios intereses del grupo político. En las sociedades que políticamente se maquillan como avanzadas, los derechos y libertades de sus ciudadanos son fundamentales, por lo que hay que dar cuerda al asunto y hablar sin parar de progreso, pero mirando a los beneficios electorales. Derechos y más derechos para todos, porque no suponen coste y suponen ventajas electorales. Lo mismo sucede con las libertades, siempre que los beneficiados se muevan dentro del redil. A efectos del voto, el grupo viene bien, basta con dedicarse a proteger sus intereses para, con cierta destreza, llevarles a comer de su mano, por la coincidencia de intereses. Con lo que el votante común apenas tiene relevancia, teniendo en cuenta que para mantenerle en el cercado se dispone de la colaboración de los distintos artilugios que permiten canalizar voluntades.
En tal situación, la globalización orquestada por la superélite del poder económico forma conciencias inofensivas puestas al servicio del mercado. No le importa el sistema de grupos sociales porque no afecta al sistema, más bien lo mejora, porque la fragmentación es vital para la prosperidad del negocio. Mas queda en el aire una reflexión, podía ser que mientras haya suministro económico todo marchara sobre ruedas, pero la cosa no está tan clara si se ralentiza el funcionamiento de la maquinaria económico-política por falta de ideas y las gentes despiertan a la realidad de la existencia. Lo que en algún momento acabará sucediendo.