Empresocracia

Tratando el asunto de la dirección de las masas, conforme al modelo que puede observarse, por ejemplo, en las sociedades europeas, se ha impuesto el término democracia, aunque quede lejos de su sentido original. Pese a ella, en la práctica, no son los respectivos pueblos los que gobiernan, sino grupos políticos llamados partidos, por lo que resultaría apropiado, sin más especulaciones, sustituirlo por el de partitocracia. Incluso, analizando su funcionamiento, lo de partitocracia solamente sería la parte formal, mientras que lo apreciable suele ser partidos dirigidos por una minoría, a su vez conducida por un líder ocasional, que establece su propia dictadura personal.

Más allá de la terminología apropiada para asociarla al panorama de la gobernabilidad, hay que considerar que la marcha política exige acudir al empleo de grandes dosis de fariseísmo, al objeto de ocultar lo inconveniente para los intereses del mandante. El problema de fondo no es otro que el poder de dirección no reside en la representación de las masas, tal como cabría entender al establecerse la democracia conducida por los partidos, luego derivada hacia el personalismo elitista, sino que ahora se encuentra en quien dispone de los medios para alimentar materialmente la existencia colectiva. Sin embargo, en interés de la buena marcha política, no es oportuno airearlo demasiado. A lo que hay que añadir, en el plano externo, que la política actual es un producto que ha de servirse como otro espectáculo más, acogiéndose a la técnica del marketing comercial, ya que su finalidad es ganar en calidad para conquistar votos.

En este ambiente de confusión, virtualidad y entretenimiento, propio de la sociedad de mercado, se suele pasar por alto el poder de dirección social del empresariado, que inevitablemente repercute en la política, condicionando sus movimientos. Tomando en consideración un argumento de peso, como que las empresas son dueñas del mercado, que es la sede existencial de las gentes, su importancia resulta evidente, ya que sin empresas no hay mercado y, sin mercado, se agota la existencia. De ahí la conveniencia de reconocer el poder, no solo económico, sino el que marca discretamente la dirección política conforme a la defensa de los intereses empresariales. Tanto la democracia al uso como la partitocracia personalista, inevitablemente, en un ambiente marcado por el progreso comercial que anima a las gentes, tienen que adaptarse a la nueva realidad, pero guardando las debidas formalidades, en orden a conservar el papel asignado a la política. El resultado es, de un lado, la presencia de la democracia del voto con su partitocracia elitista y, de otro, el hecho de que las directrices del poder político real corresponden al empresariado. Dicho para simplificar, hay que asumir que de lo que se trata es de un modelo político que, prescindiendo de los adornos constitucionales y del formalismo, cabría entenderse, en términos de realismo político, como empresocracia.

Si formalmente la democracia de la representación había derivado en partitocracia, dirigida desde el personalismo del líder de pantalla, que solo aspira a perpetuarse en su nivel de poder, resultaría que quedaría a flote la ideología de partido para salvar la racionalidad política de su actuación, siempre atenta a transformar la existencia colectiva, teóricamente para mejor. Sin embargo, tampoco tiene capacidad de subsistencia más allá del proyecto que representa, porque no se consolida en la práctica, pasando a ser una simple etiqueta identificativa de grupo político, que acaba por coincidir con las opuestas, movidas todas ellas por las exigencias del mercado del voto que gira en torno a la promesa de bien-vivir de los votantes. Sin embargo, en el marco de la apariencia, hay interés en decir que las ideologías siguen cumpliendo su función, evidentemente como un componente más del espectáculo social para conducir en una u otra dirección el sentimentalismo de las masas. Si bien subsisten a duras penas las ideologías del espectro político tradicional, el hecho es que en el orden práctico tienden a unificarse, colocándose bajo la dirección de la ideología única del capitalismo, como máxima manifestación del poder real. Lo que quiere decir que, pese al eslogan publicitario que trata de mantener las diferencias aparentes de todas ellas, en definitiva, solo cabe hablar de ideología de mercado, porque, de uno u otro lado, el objetivo es el mismo, confeccionar proyectos de bienestar para las gentes a tenor de las respectivas ocurrencias de partido, respondiendo al lugar que ocupan en el abanico político. El hecho es que con la liquidación de las ideologías la política ya no dispone de combustible propio.

El fin de la pluralidad, acompañado del fin de la historia, había quedado definido desde tiempo atrás, hoy simplemente se reafirma, ya que el único camino abierto es el del capitalismo, como forma de existencia. Aquí juegan significativamente el papel del mercado, en lo social, y el voto dirigido a la procura del bienestar de las masas, en la política. Por sí misma, esta última no tiene capacidad para mantener la demanda social de bienestar, solo cabe continuar con su papel propagandístico a través de sus practicantes, dotados para la oratoria devaluada, es decir, de verborrea de agente comercial. Al margen de distorsionantes florituras verbales, que cuentan con el apoyo de la propaganda oficial y la publicidad mediática, lo que realmente mueve la existencia colectiva hay que remitirlo al mercado, lugar en el que operan las empresas.

Esta inevitable sumisión de la política al mercado, junto con la de las masas consumidoras, pasa por la obligada dependencia del conglomerado empresarial dedicado a su mantenimiento, con lo que se convierte en pieza clave, no solo de la existencia social, sino de la marcha política. Asimismo, los ciudadanos han pasado a ser vasallos de las distintas empresas que les procuran el anhelado bien-vivir. En este panorama, lo fundamental pasan a ser las empresas en su condición de promotoras del bienestar de las gentes. Sobre este principio queda establecido un doble baremo empresarial cualitativo y cuantitativo, entregado a los avances tecnológicos, cuya puesta en escena permite que emerjan, se consoliden y expandan grandes multinacionales, controladas por el gran capital, que con la globalización extienden sus tentáculos por todo el mundo. Dada su importancia, es natural, aunque no justo, que gocen de todo tipo de beneficios fiscales y demás privilegios económicos, lo que las hace más dominantes todavía, habida cuenta de que su capital efectivo, en el caso de muchas de ellas, suele ser tan significativo o más que los presupuestos de muchos países. No solamente gozan de los privilegios otorgados por los gobiernos locales, utilizando casi siempre el argumento de sus inversiones que supuestamente crearán riqueza nacional, sino que además son amparadas por las organizaciones políticas y económicas internacionales, diseñadas para servir al desarrollo del capitalismo. En tal ambiente, la política, de vez en cuando, trata de poner orden aparente, dando así sentido a su función, incluso ejerce tarea policial, empleando procedimientos recaudatorios de última generación para hacer justicia y reintegrar al sistema burocrático una parte de los beneficios graciosamente concedidos al empresariado, lo que no pasa de ser un simple ejercicio de autoridad solamente para guardar las formas y dignificar el papel de la política. Queda claro que la política actual tiene que moverse entre dos aguas, las empresas y las gentes, tratando de mantener intacta su función acogida a la tutela del Derecho, quedándose a la vista con el papel de directora de la orquesta local, mientras la sinfonía la han compuesto otros.

Al margen de lo políticamente correcto, prima un proteccionismo dirigido a blindar la actividad empresarial en un ambiente de puro liberalismo económico, especialmente para con esas grandes empresas multinacionales que caminan a su aire e imponen sus exigencias, tanto a las masas, sujetándolas al mercado e incitándolas a consumir, como a la burocracia pública, para que facilite el mayor desarrollo del negocio, a cambio de gozar de sus variados favores. Las estrategias de captación de masas están claras, basta con alimentar continuamente la creencia en el atractivo del mercado. Por otro lado, siempre disponen de la capacidad de manipular cualquier demanda social, explotándola conforme a sus intereses. En este punto, puede citarse un ejemplo sobradamente conocido y de actualidad, como es lo de preservar el medio ambiente, con el que todos están de acuerdo, pero las empresas solo lo ven como un nuevo campo de actividad comercial a explotar. Sucede también con los derivados del nuevo negocio, las energías limpias, tan exaltadas por su valor medioambiental, pero procurando que en el proceso de su desarrollo controlado no salga a la luz que están destinadas a limpiar por un lado, mientras disimuladamente contaminan por otro. En conexión con lo anterior, igualmente publicitan la mejora de la calidad de vida, pero siempre atendiendo a lo que pueda redundar en la prosperidad del negocio empresarial, colocando de pantalla lo que seduce a las personas y en la trastienda lo que no resulta tan bonito. El hecho es que todos, gentes y políticos, de una u otra manera, se han hecho dependientes de las empresas, lo que las hace contar con un poder frente al que apenas cabe oposición. Tal realidad se proyecta, aunque con cierta discreción, a los planos social, económico y político.

Lo de la economía está claro, y en lo que se refiere a la sociedad, está demasiado entregada al mercado. Por su parte, la política, asume que unos gobiernan, pero no mandan, porque son mandados. Contar con el pueblo es lo de menos, más allá del puro formalismo habitualmente recogido en los textos constitucionales. Si se quiere hacer referencia al gobierno real, es decir, lo que hay, habría que dejar aparcada, primero, la democracia representativa, segundo, la partitocracia, tercero, la dictadura del personalismo en el poder, y bastaría asumir con entereza que quienes realmente mandan y gobiernan ante los ojos de las gentes, aunque sea en representación del gran capital, son las grandes empresas. Esto tiene un nombre, se llama empresocracia.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

 anmalosi@hotmail.es

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