El final de la partitocracia

Bastaría observar, de entrada, que se ha puesto fin al recorrido político de algunos países que dicen ser la vanguardia política, ya que el gobierno de partido parece estar agotado, y su lugar político lo ocupa la autocracia. La política ha vuelto a caer en las redes del personalismo radical, con lo que la trayectoria avanzada ha concluido. Se trata del inevitable retorno. El hecho es que las elites siempre permanecen al acecho y, al menor descuido de las masas, toman el poder y pretenden hacerlo suyo, incluso, dentro de ellas, los más aventajados se hacen dueños de la política. Nada nuevo, la situación era previsible en tanto las masas permanezcan adormecidas. En los tiempos modernos, primero fue la democracia representativa, que no representaba. Luego se coló la partitocracia. Más tarde se habló de la partitocracia en declive. A renglón seguido del declive de la partitocracia. Ahora, puede añadirse que, en muy poco tiempo, queda claro que la partitocracia ha desaparecido de la escena política en países punteros, suplantado el poder del grupo por el poder personal del líder; lo que, si no se remedia, supondrá definitivamente el fin de la partitocracia, y con él, la entrega a la autocracia. Al igual que vino a suceder con la democracia representativa, que acabó siendo un método de votar personajes y, más tarde, partidos que, si llegaban al poder de gobernar, no representaban a los votantes, sino a los intereses del grupo, así ha sucedido con los propios partidos al asumir un papel de comparsas de los manejos del líder. Quiere esto decir que ya no hay partitocracia en términos de poder de gobierno del partido de turno, simplemente se despliega el poder personal del líder, arropado por un grupo que se arroga la representación del partido y se mueve al ritmo que marca la batuta del jefe supremo del negocio desde fuera del país.

Durante algún tiempo, la partitocracia permitió hacer posible el principio teórico de la representación, aunque tocado por el desvío del hipotético poder de todos hacia el poder grupal; no obstante, establecidos instrumentos de control, podía entenderse que el modelo funcionaba, aunque fuera dando trompicones. Pronto la desestabilidad vino señalando una partitocracia en declive al apreciarse la decadencia del modelo. El motivo no fue otro que estar sometido a la sumisión del mandato externo y, de otro parte, por la creciente intervención de la burocracia pública y privada en todo lo que se refiere a la política local. De ahí que el valor político del ciudadano nativo quedara sensiblemente reducido. Todo apuntaba hacia la necesidad de situar en la escena política a un personaje con el que entenderse en el plano externo y diera muestras de su autoridad ante las gentes. Entregada la ciudadanía al principio de autoridad, sin rechistar, y establecido el imperio de las leyes dictadas a voluntad del que manda, cumpliendo los requisitos formales, la sumisión colectiva es incuestionable. Solo falta asociarla al personaje. Mientras tanto, el poder real, que es un poder que opera en la sombra moviendo todos los hilos, despliega a placer su aparato visible, que es la economía, dispuesta para poner a sus pies a la política. En este panorama, la sociedad y el Derecho asumen sus respectivos papeles y dejan abierta la puerta para que se dé el siguiente paso.

Lo más avanzado del proceso, que deja adelantado su final, viene con el declive de la partitocracia. Entregadas las masas al juego político de partidos, el método partitocrático quedaba asumido plenamente. El siguiente paso era que los ciudadanos vieran exclusivamente reflejado el partido en la imagen del líder. En esta actividad educadora juegan un papel singular los medios de difusión, situando al personaje que lo representa permanentemente en la primera línea editorial, hasta el punto de que quien dice partido está hablando de su líder. Desde ese momento, todo está dispuesto para que entre en escena el beneficiado del nuevo sesgo dado a la partitocracia. Básicamente resulta más sencillo, a efectos del control de la política, el entendimiento con sus gestores más señalados que con el grueso del colectivo. De ahí la relevancia que conviene dar a quienes manejan el control formal de la política, cuando el que detenta el poder oscuro está interesado en permanecer a la sombra, mientras otros dan la cara en su lugar. Más sencillo todavía que llegar a entendimientos a posteriori es situar en la cabecera del partido a un comisionado de ese poder en la sombra. Reconocida por la ciudadanía la partitocracia personalista como forma de gobernar, puesto que la tesis impuesta es la que ocupa todos los lugares, resulta que colocando al líder oportuno a la cabeza del partido la operación queda completada. El imperialismo político, soporte de la globalización económica, situando estratégicamente a sus empleados, viene a asegurar la paz en el mercado, jugando a conveniencia con políticas personalistas visibles de izquierdas y derechas, que funcionan a conveniencia de los intereses del gran capital como mandatario último.

El final de la partitocracia viene cuando la pérdida del poder autónomo del partido gobernante es un hecho consumado. Así sucede al pasar a ser el líder la institución estatal superior, el nuevo monarca absolutista temporal o, si se quiere, el autócrata de turno. Se ha producido el retorno al personalismo de casi siempre. No obstante, las instituciones subsisten, la división de poderes también e incluso el Estado de Derecho, cada uno realizando su función bajo la dirección directa del que le ha tocado en suerte mandar. Este personaje central se oferta como el salvador, el imprescindible para la supervivencia del país, y lo hace de forma excluyente, proyectándolo de forma vitalicia. Es el oráculo de la única verdad, la que, por principio, descalifica y enmudece cualquier otra. Como garantía del buen hacer, invoca su proyecto de progreso que llevará al país hacia lo mejor, sin tener una idea clara del camino a seguir, más allá de promocionar modas sociales o simples ocurrencias ocasionales, en estrecha alianza con el mercado. La oferta trata de sacar provecho de lo que es progreso tecnológico, diseñado para alimentar las ventas empresariales, que no supone necesariamente progreso social. En este último plano, solo queda en activo el progreso-moda, ese que aparece en la escena mediática y solamente tiene como finalidad vender, lo que incide en el deterioro social, que puede observarse en la tendencia al adormecimiento colectivo, la tolerancia por el culto a los privilegiados y la pérdida generalizada de calidad moral.

Con tales avales, legitimado por el voto y amparado por la sinarquía económica, el líder, con un equipo diseñado a su medida, al que se llama partido, y contando con todos los aparatos represivos y de manipulación estatales, pasa a ser amo y señor de su país. Por tanto, liquidada la partitocracia por el personalismo, solo parece quedar futuro para la autocracia.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

 anmalosi@hotmail.es

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