Se habla mucho en este país, sobre todo en el espectro de las izquierdas, aunque las derechas no estén por la labor de perder el tren, de políticas sociales, al objeto de construir un mundo mejor, más justo y progresista, tal como pregona la sabiduría de quienes viven del asunto. Al menos eso puede desprenderse de la retahíla política ampliamente difundida para la ocasión, especialmente por los medios afines. Prescindiendo de este ropaje propagandístico, hay poca cosa más allá de palabras, leyes del momento y limosnas. Su exclusivo valor real es hacer el juego al mercado, buscar el voto agradecido y, en el caso de sus promotores, permitirles disfrutar de las delicias del poder el mayor tiempo posible.
Las palabras de acompañamiento de este tipo de políticas, de las que los escépticos dicen que se las lleva el viento, suelen sonar bien, sobre todo para la clase de los desfavorecidos de este gran país de puertas abiertas, que están a la espera de que alguien les eche una mano y puedan gozar de todas esas delicias del progreso que venden los medios publicitarios. Son un buen gancho para atrapar clientela porque suelen representar ideas de lo que se llama mejoras, sueños e ilusiones para ir tirando, que no es poco, y permiten llenar discursos que no dicen nada. Con esto casi quedaría cubierto buena parte del espectáculo.
No obstante, en su ayuda acuden las leyes, instrumentos empleados para dar cierta seriedad a esos discursos vacuos. Se las ha encomendado la tarea de reflejar el avance social, reconducido a situar utopías sobre el tapete para entretener a las masas, mientras los mercaderes prosiguen con sus negocios. Hay tantas y tan variadas demandas particulares, ya sea de distinción, de protagonismo, de igualdad o de dinero, que exigen ser atendidas a cuenta del interés general y con cargo a la bolsa pública, muy depauperada, que hasta los entendidos en leyes se pierden entre el forraje, y la práctica se ve obligada a acotarlas en especialidades, también desbordada por la actualidad. Con tanto trajín legislativo para beneficiar a unos y fastidiar a otros —los destinados solo a pagar—, como todo el mundo demanda que se atiendan a sus cosas, la legalidad tiene tanto trabajo que acaba agotada y, en consecuencia, casi inoperante.
Siendo realista, lo más aprovechable de las políticas sociales son las limosnas, porque el dinero manda. Que se dé dinero público a los desfavorecidos, y a alguno más, tras cumplir con innumerables requisitos burocráticos que lo dejan en muy poca cosa, está bien considerado, porque siempre queda esa oculta satisfacción de entregárselo al mercado. En cuanto al lamentable estado de la bolsa pública afectada por las llamadas políticas sociales es algo que ya se arreglará algún día, aunque ya no cabe ponerla remiendos, sino haciendo una nueva.
Hasta aquí, el resultado práctico del mundo de la sociedad del teléfono inteligente y otras virtualidades afines. Sin embargo, en esto de construir una sociedad de progreso no todo va a ser paja, siempre hay algo de grano. Lo que sucede es que se lo quedan los que montan los grandes avances como negocio personal, y en este punto se percibe, de entrada, en la satisfacción de mandar, de sacar lustre a lo de disfrutar del poder, acompañado del atractivo del mal llamado vil metal, que ahora ennoblece. Para llegar a tal punto y mantenerse es preciso hacer un buen discurso, es decir, repleto de promesas de bienestar para las gentes vía mercado para alimentar la idea del bien-vivir. Los agradecidos, cuanto más sean, más votos, mas cercanía al poder del vendedor de ilusiones. De esta manera el negocio político marcha viento en popa, al menos, mientras la virtualidad se imponga. Por su parte el mercado agradece a la política sus políticas, porque está claro que incrementan notablemente el negocio. Vistas así, las políticas sociales parecen ser un gran acierto, salvo para el que paga las consecuencias.