El Brasil vive hoy una etapa inversa a la construcción del Estado Nacional Desarrollista. Después de la crisis de 1929, los países de América Latina comenzaron a industrializarse con la política de sustitución de importaciones. Hoy la balanza comercial brasilera se apoya sobre el agronegocio. En este escenario, el cultivo de granos (cereales, leguminososas y oleaginosas) está en ascenso, y la soya es la reina.
Guardando las debidas proporciones, el avance de la soyicultura es un fenómeno regional, comprendiendo a Bolivia, Paraguay, Argentina y las cinco regiones de Brasil. Esta oleaginosa, cuyo mayor comprador mundial es China, rediseña el mapa de la agricultura, de la economía y de la política del Cono Sur. Hago el abordaje al análisis a partir de datos empíricos de la soya en Brasil en general y en Río Grande del Sur en particular. En la próxima entrega veremos algunos efectos de esta cultura de la soya en el Cono Sur.
El estimado de la zafra brasilera de granos de 2007 es de 133 millones de toneladas. En la zafra de 2003, el Brasil produjo 123,6 millones de toneladas. Los números de 2007 son 13,7% mayores que los de 2006 cuando el país alcanzó la marca de 117 millones de toneladas. El área de territorio brasilero ocupada por la mancha de granos totaliza 45,4 millones de hectáreas. Casi la mitad de esa cifra, 20,6 millones de toneladas fue de soya cultivada. Otros 9,2 millones de hectáreas fueron sembrados con maíz.
Apenas como una ilustración comparativa, el Brasil plantó en granos un área equivalente a más de dos estados de Paraná juntos. La oleaginosa equivale al 42% del total de cultivo de granos, llegando a la marca de 58,2 millones de toneladas. El precio medio de la tonelada de soya en grano, en noviembre de 2007 quedó en U$ 342,90, la exportación de la oleaginosa en grano rindió U$ 290,4 millones. En el acumulado del año, en la modalidad de granos, la media pasa los U$ 3.500 millones.
Produciendo para el mercado externo, contando el costo de la alimentación con los mismos valores del comercio exterior, Brasil vive una paradoja. Batimos records de productividad y de precios de los alimentos en las góndolas de los automercados. Uno de los ejemplos más sentidos es el del frijol (poroto, caraota). Se trata de una cultura con destino al mercado interno, y aún así los precios siguen subiendo. Para el ministro de Agricultura de Brasil, Reinhold Stephanes (JC/RS, edición de 09/01/2008, pág. 9), es la demanda mundial la que empuja los precios hacia arriba. Insisto en el tema y el concepto. La tal inexorabilidad de la economía es nada más que la del desgobierno. Si funcionasen los mecanismos reguladores, no habría un alza tan descontrolada. Pero es que aquí el Estado funciona como socorrista y no como eje del planeamiento estratégico. Cuando planifica, atiende siempre a los intereses privados. Por esos somos siempre “sorprendidos”.
Vale observar que el comando de la estrategia agrícola refleja la extensión de las alianzas. Stephanes, economista nacido bajo la divisa de Porto União (SC) com União da Vitória (PR), fue presidente del antiguo INPS durante el gobierno de Geisel, ex-ministro de la Providencia de Itamar, y acompañó la marcha rumbo al “centro” de los políticos, pasando por el ARENA, PDS, PFL y por fin al PMDB. Cuando asumió el ministerio del sector primario, estaba en su sexto mandato como diputado federal por Paraná. Sigue las políticas del ministerio anterior, cuando la Agricultura era comandada por el profesor Roberto Rodrigues, éste sí hombre de confianza del agronegocio.
Como el ministro es responsable por lo agrícola y pecuario del país, los alimentos son commodities valorizadas y en alza. Algunos factores inciden sobre esta perspectiva, tales como el cultivo de granos y caña como materia prima para la generación de energía, el crecimiento de la expectativa de vida, y los problemas derivados del sistema global y de los desastres climáticos.
En este contexto, como dijimos, EE.UU y China inclinan la balanza mundial. La todavía mayor potencia del mundo retiró en los últimos tres años 80 millones de toneladas de maíz del consumo humano para producir etanol. O sea, el maíz y sus derivados dejan la mesa de los estadounidenses para llenar sus tanques de combustible. Ya la futura mayor potencia mundial tiene un problema inflacionario en el precio de sus alimentos. La contramedida del gobierno chino fue bajar las tarifas de importación, llevando a aumentar la oferta y estabilizar los precios internos.
Los efectos ya se hacen sentir en la búsqueda desesperada del aumento de la productividad. Un ejemplo es el cultivo de la soya en Río Grande del Sur, dónde de los 3,8 millones de hectáreas plantadas, 95% fueron sembradas con variedades transgénicas. No por casualidad hubo un aumento del 20% en el consumo de glifosato, y hasta de un 50% en el de fertilizantes. Aún así, el costo con insumos por há era de U$ 66 y con soya transgénica de U$ 22. Apenas como un ejemplo de la gravedad del tema, el glifosato es el mismo herbicida utilizado en Colombia para la erradicación de la coca. Vale recordar también que el uso de semillas transgénicas es un paquete completo. El mismo complejo industrial que vende las semillas es el que comercializa el fertilizante.
Quiero hacer una reflexión. Batimos records de productividad, y seguimos cada vez más dependiente de los “humores” de tecnócratas chinos. Hace medio siglo, cuando el Brasil comenzó a industrializarse, éramos un país agrícola que quería entrar en la modernidad. Hoy somos un país todavía industrial, entrando en la postmodernidad como exportador de granos y no de tecnología. Mientras tanto la balanza comercial explota con el agronegocio, la commodity llamada frijol pesa cada vez más en el bolsillo del brasilero. La responsabilidad de garantizar la oferta de alimento barato y de calidad, con el dominio nacional de la cadena productiva, es tarea del gobierno y del Estado.
blimarocha@via-rs.net