El referendo revocatorio del 10 de agosto en Bolivia, contrario a algunas interpretaciones triunfalistas, es una clara derrota del gobierno que no solo refuerza la división de facto del país, sino que le concede a la subversión separatista un halo de legalidad que antes no poseía.
La posición del gobierno no ha avanzado porque se sabía de antemano que Evo contaba con alrededor del 60 por ciento de las simpatías de la población. Quiénes sí se consolidaron y salieron potenciados son los prefectos de Santa Cruz, Rubén Costas, con casi el 70% de votos, y el de Beni, Ernesto Suárez, con alrededor del 68%, ambos (regionalmente) superior al voto de Evo. Como consecuencia de la votación, el separatismo gobierna ahora “legalmente” a cinco de los nueve departamentos (provincias) del país.
Rubén Costas, el indiscutible líder de la sedición, ha interpretado la votación como una “nueva ratificación a la autonomía departamental” y ha anunciado un programa de república autónoma que incluye la implementación de una Asamblea Legislativa propia; de normas como el “salario digno autonómico”; la elección por voto popular de subgobernadores y corregidores; el “control, la fiscalización y recaudación de los recursos del departamento que nos corresponden”; la creación de una agencia tributaria departamental y la constitución de una policía propia.
El debacle del referendo era previsible por dos razones: a) se conocía la fuerza social-administrativa de la subversión oligárquica-imperial y, b) se sabía que la subversión no iba a respetar ningún mandato democrático, tal como lo ha hecho durante los últimos dos años. ¿Qué sentido tenía entonces llevar a cabo un referendo en el cual no se iba a ganar nada y en el cual, al contrario, se legalizaba y legitimaba la sedición separatista de los últimos dieciocho meses?
La decisión de llevar a cabo el referendo revocatorio es típica del pensamiento liberal que hegemoniza la praxis del gobierno boliviano que se sigue aferrando a las ilusiones del régimen burgués y que sigue actuando en el campo de la legalidad y legitimidad burguesa frente a un enemigo fascistoide, mientras que pierde una bastión de poder real tras otra, hasta que tendrá que entregar el poder entero.
El gobierno boliviano, y los liberales nacionales e internacionales que lo asesoran, no quieren reconocer que la situación boliviana es la que sintetizó Mao Tse Tung en 1938, cuando decía que el “poder político nace de los cañones de los fusiles”. En todo conflicto entre un poder democrático (el gobierno de Evo) y uno sedicioso-antidemocrático, decide la fuerza: en el caso boliviano, la organización y las armas de los dos adversarios.
Cuanto más tiempo pierden Evo Morales y Álvaro García Linera en reuniones y declaraciones de artistas e intelectuales, ratificaciones de constituciones, premios nobel de la paz o referendos, en lugar de organizar el poder real que decidirá el escenario boliviano ---que evoluciona hacia la entrega del poder a los neoliberales o la guerra civil--- más se debilita su posición.
La derrota del poder constitucional por el fáctico-sedicioso, en Bolivia, agrava la situación en el Cono sur que se ha generado con el fin del proyecto Kirchner en la Argentina. Ambas derrotas se deben a errores de las conducciones nacionales: soberbia de poder en el caso de Kirchner, hegemonía de pensamiento liberal y ausencia de visión de vanguardia popular-indígena en el gobierno de Evo y Álvaro.
La primera independencia 1808-1825, se perdió por las condiciones objetivas de la revolución latinoamericana que hicieron imposible ganarla duraderamente. Si se pierde la actual batalla por la Patria Grande será por las condiciones subjetivas: la falta de conciencia de las clases políticas latinoamericanas en el poder.