En el momento de la lectura de este artículo la campaña municipal (inicio en julio de 2008) ya habrá entrado en las casas de los brasileños, a través del itinerario político obligatorio. Si por un lado la democracia aquí practicada anda apenas por los tobillos, por otro lado, estamos obligados a reconocer que este mecanismo -el de la propaganda pública de la política- es interesante en su esencia. El horario de propaganda en radio y televisión, además del propio teatro de la representación política, también devela las contradicciones de un espectáculo mediático sin anclaje en la realidad. Tal como en la economía, hay un hueco enorme entre el discurso emitido y la materialidad de sus realizaciones.
Se hace simplista afirmar aquí que todo político profesional es mentiroso. Pero, es un hecho, que este es el sentimiento de la mayoría de la población. Y, si todo político profesional brasileño (y creo que también todos en Latinoamérica) no es “mentiroso”, por lo menos él o ella omite y escamotea todo lo que puede. ¿Por qué? Simplemente porque las reglas de competencia política en el marco de la legalidad existente obligan a la ilegalidad permanente de los operadores de la politiquería burguesa. Si se aplica la ley burguesa, la ley de la clase dominante, difícilmente quedaría suelto algún gran empresario, ejecutivo de transnacional, director de la Banca u operador político profesional. Pero, la utopía de la legalidad jacobina es más difícil de construir que la otra institucionalidad llamada Poder Popular. Esto es lo que la “izquierda” de Brasil, en su mayoría, no ve.
No espanta que el pueblo de Brasil tenga un alto grado de escepticismo y desconfianza en la democracia formal en su formato de mercado. A cada encuesta de órganos creíbles como el Latinbarómetro, los niveles de credibilidad en esta democracia limitada van cayendo. ¿Y por qué? ¿Por qué el acto de votar en Brasil es obligatorio? Si el sistema fuera pasible de mayor participación, sería más que innecesaria la permanente convocatoria al electorado para que acuda a votar. El esquema de argumentación de la Corte Electoral (TSE) es hasta interesante. Convoca a los electores a realizar un contrato con empleados de confianza, servidores del público, elegidos por el voto. Pero, al firmar este contrato, el votante de Brasil también firma un cheque en blanco.
Como sensación, sirve. Pero, como mecanismo deja que desear. Esto porque cualquier servidor público común, si ya es regido por la ley laboral privada, puede ser destituido. Y, el contrato con las elites dirigentes del campo de la política, no tiene ninguna cláusula de término funcional. Si pierden sus puestos, es por la vía del juicio de la propia categoría. ¿Se defienden a sí mismos y a quién representan finalmente? Esta es la pregunta: ¿A quién esta gente termina por representar? En otros países hermanos la receta es más directa. Se hace una, dos, tres, cuatro pobladas hasta que el gobierno de turno se va. En el mayor país de Latinoamérica, casi siempre un edil, intendente, gobernador de estado diputado estadual o nacional, senador o presidente, pierde su puesto por escándalo y no por lucha directa. De su parte, la hegemonía de los especialistas brasileños, empezando por sus muy reconocidos politólogos, operan como bomberos conceptuales en un país al que ellos ayudan para no cambiar de forma substantiva. Para esta gente, es excelente que la democracia burguesa sea la única forma aceptable de diversidad de opiniones, siempre y cuando las cosas queden en su mismo lugar.
Nunca dicen lo obvio, que el mecanismo electoral presenta un fallo de estructura. Esto porque, aunque sea representativo y signifique la opinión de las mayorías, existe un lapso entre información y decisión. Como es sabido para cualquier empresa mediana, ningún gerente tiene condiciones de decidir los rumbos hasta de una panadería, si no conoce los procesos de panificación, los precios del trigo, las normas de la salud pública, los esquemas salariales de los panaderos, entre otras características de su área. No se necesita ser panadero para ser propietario de un establecimiento de panificación, pero necesariamente se tiene que conocer del tema. ¿Porque habría de ser diferente en la política?
La contradicción vivida por la democracia de masas está en su forma de participación y representación. Considerando que la política sólo se hace con acciones de minoría dotadas de ganas políticas e intereses estratégicos, resta para la masa votante, con estas reglas, aceptar el papel de delegar poderes. Entra en escena el juego discursivo, no necesariamente malo, pero que cada día que pasa se va desmaterializando. Sin equivalente en el mundo de las realizaciones, creamos en algunas “gotas de ilusión mediática”. El enunciado del político en campaña gana tonos mágicos y místicos. Ausente la información estratégica para que el elector pueda decidir con alguna base, además de la emotiva, el voto pierde su poder resolutivo.
Vale nuevamente la comparación con la economía, bien al gusto de los neoliberales. El discurso de los políticos profesionales es para la sociedad tal como la especulación es para el mundo de los productos y servicios. Hoy tenemos una base monetaria circulando en especie – dinero o moneda – como mínimo once veces menor de aquella existente de forma digital. La economía está sin anclas, desmaterializada, perdida en compromisos entre bastidores y fundamentada por demencias econométricas y monetaristas.
En el juego electoral acontece el mismo. El sujeto sube al púlpito con doble discurso. Uno es para la platea, su público consumidor, como les gusta a los neoinstitucionalistas. Pero, en el fondo sus compromisos son con otro público, su blanco son los inversores y aliados. El electorado vota dentro de la estética generada como producto electoral. El elegido ata sus compromisos estratégicos con el consorcio estatal-privado que lo aupó. Deja así de lado los acuerdos tácticos, por lo tanto no esenciales, con el público espectador de sus palabras y proclamas. En el universo de este electorado, de hecho semi-distrital y corporativo, se esparcen intereses más pequeños y negociables. Estas son las así llamadas “prebendas”. O sea, los viejos e históricos favores individuales, todos como en un comercio minorista. Las ventas por mayor en “el mercado político” son para el consorcio financiador-inversor. Cualquier semejanza con la compra de ambulancias que nunca llegan a las intendencias, desvío de dineros públicos para la salud y educación, u obras que tienen un precio final cinco veces mayor que el de la salida presupuestal, no es ninguna coincidencia. En Brasil, los negocios de Estado son negociaciones políticas. Y, en términos de de las municipalidades, son negociaciones chicas yendo al encuentro de intereses impresentables de diputados federales (nacionales) de bajo escalón.
Volviendo a las absurdas comparaciones, nuevamente la economía monetaria y financiera rinde sus “servicios” para comprender nuestra eficacia democrática. Haciendo una comparación entre las fuerzas productivas de la sociedad y los intereses en juego por la instancia de síntesis, la política; la tropa de la reacción de Mont Pelerin gritó que la libertad económica está por encima de la libertad política. Viene de ahí la Opción Chilena y las Masacres en el Estadio Nacional. La tierra de Lautaro sirvió de laboratorio para los Chicago Boys “sudacas”. Y, como dicen, con algunos “incentivos coercitivos” como Pinochet y Contreras, el modelo funcionó bien. Así, a partir de ese prepuesto, comenzaba la colonización de una esfera sobre la otra, ancladas en una calculadora y una picana.
Ya en la democracia de mercado, el modelo de los “niños” de Milton Friedman, se universalizó a partir del 1990. Se buscó dotar la forma “responsable” de hacer política con una supuesta racionalidad de intereses individuales. Cada individuo sería, para esos genios de la economía sin ancla, un representante de sus propios intereses, y se asociaría a otros solamente para maximizar sus ganancias.
Por lo tanto, se formalizaba en términos de teoría aquello que el país interior sellama caciquismo; con padrinos políticos y votos comprados. Con aires de teoría de la acción colectiva, esto resulta en lobbies sin fin e inversión de tiempo y carga de información en intereses políticos específicos. Nuevamente, Brasil reproduce su forma de estructura excluyente, tanto en el voto como en las políticas públicas. Ambos son, por definición, universales. Y, simultáneamente, el voto obligatorio no es acompañado del entrenamiento necesario para ejercerlo. O sea, nadie es entrenado para decidir temas públicos en lo cotidiano. Pero es convocado a decidir cada dos años, en dos planos distintos, llevando a la urna sólo la reproducción del abismo de clases. En una punta, el cotidiano de la sociedad de clases, en la otra, la confianza otorgada a los políticos profesionales. No podía quedar en otra cosa.
La desmaterialización de los discursos es acompañada de la falta de credibilidad en esta forma de hacer política. Siguiendo en este camino, el foso entre el voto y la decisión real aumenta exponencialmente. No sería exagerado afirme que este es el hueco de ozono de la democracia representativa brasileña. Por lo tanto, si las izquierdas que quedan en Brasil comprenden las reglas de la política, que hablen las calles.
Ojo, este texto es poco más que una alarma, sólo eso. La intención es simplemente colaborar con la reflexión del electorado y reivindicar la capacidad de discurso con la necesidad de realización. Para que eso acontezca, varios factores son importantes. Uno de ellos es el aumentar la carga de información estratégica para el electorado. Eso significa la explicitación de los mecanismos lícitos e ilícitos, formales e informales, por dentro y por fuera, legales o reales, de las prácticas políticas concretas de las elites dirigentes de ese país. Solamente el ejercicio de la información y del análisis sin ninguna censura puede aumentar la capacidad crítica de la población.
Por lo tanto, en teoría, un horario electoral gratuito podría ser muy positivo en ese sentido. Infelizmente, todo lo que fue defendido arriba es justo lo opuesto del que ya estamos viendo en la campaña para intendentes y ediles en los 5.564 municipios de Brasil. La población de la 11ª economía del mundo tiene que votar si, pero en los temas y decisiones fundamentales para el país y el continente. No alcanza decidir quienes van estar en las primeras etapas y en los titulares político-policiales de los próximos años. Ya no basta gritar que la política de la burguesía es una máquina de corrupción estructural. La pelea es de fondo, es la disputa por el concepto mismo de democracia.
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