Cuando parecía agotarse nuestra capacidad de asombro ante el affaire de la crisis financiera mundial, detonada por la explosión de la burbuja inmobiliaria estadounidense, estalló el gigantesco fraude perpetrado por Bernard Madoff. El otrora Presidente del mercado de valores tecnológico (NASDAQ), se erigió como uno de los más exitosos inversores de Wall Street. Amasó una inmensa fortuna, con astucia y habilidad para rodearse de una aureola de triunfador, en el complejo y versátil mundo de las finanzas globales.
Entre los que se enrolaron en la “pirámide financiera” construida por el timador de marras están desde grandes bancos, hasta fundaciones benéficas y fondos de pensiones. Con “Madoff Investment Securities” se retrataron entre muchos otros el Grupo Santander, BBVA, Banesto, Caja Madrid, HSBC, Royal Bank of Scotland, Nomura Holding, BNP Paribas, Société Générale, Korea Teachers Pension. Las pérdidas se estiman en más de US$ 50.000 millones y como corresponde a la lógica del sistema, éstas correrán por cuenta de los ahorristas y pensionados suscritos a las instituciones financieras que invirtieron en la ruleta de los valores bursátiles, a través del más cotizado “mago de las finanzas de todos los tiempos”.
Madoff es uno de los más destacados especímenes de esa fauna que hace posible, el “milagro” de la multiplicación artificial del valor del capital hasta cifras asombrosas, mediante la intermediación de instrumentos especulativos con la que obtienen jugosas ganancias. El valor en el que se sustenta la producción o posesión de recursos naturales es apenas una pequeña fracción del capital virtual, inflado en la dinámica lúdico-especulativa del sistema financiero. En la medida en que la brecha entre el capital real y el virtual se hace más grande, las crisis financieras se hacen más frecuentes y de mayor alcance, arrastrando a la economía real hacia el estancamiento y la recesión. Dentro de la ética capitalista los Madoff’s no son delincuentes, aunque hayan saqueado los ahorros de cientos de miles de trabajadores. Son paradigmas de un sistema que se hunde en el estiércol de la corrupción sin límites, en donde el ser humano no vale nada.
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