Me encuentro en el país donde la virtud más apreciada, respetada y practicada es la hospitalidad. Unos amigos han ido a buscarme en el convento de San Pablo, donde nos alojamos y me llevan no sé a dónde. No dirigimos a la zona antigua de Damasco, y en medio de un atasco tremendo llegamos al corazón de los grandes caravasares. Nos encontramos en la imponente mezquita Omeya construida por el Califa Omeya al-Walid ibn Abdul Malek, en el 705 d. c. como todas, alfombrada y profusamente iluminada con enormes joyas de lámparas que pesan varias toneladas. Estoy por creer que estas descomunales lámparas que ya nosotros las tenemos en todas partes (no tan grandes), son originarias de estas tierras. Sostenían antes velas, candelabros. Uno pudiese venir a este templo y descabezar un sueño. Yo lo he hecho. Corren los niños, el susurro de las oraciones arrulla. Uno podría quedarse un día entero allí en total comunión con Dios, pero claro, no se puede comer dentro. La mezquita Omeya es muy superior a la de Córdoba. Los lugares más turísticos de España tienen motivos árabes: Granada, Sevilla, Cádiz, Toledo, Córdova, prácticamente toda Andalucía. Pero hoy España, que se aprovecha de estas reliquias para prácticamente estafar al turista con mentiras y bagatelas, es una aliada de los enemigos mortales del islam: de todos los que conforman a la OTAN. Ayer vimos a José María Aznar unido con George W. Bush metidos de lleno en la guerra contra Irak, y nos encontramos a Zapatero hundido hasta los calcañales en la guerra contra Afganistán. Populares y Socialista en España son dos caras de la misma empresa capitalista y asesina, al servicio de la guerra imperialista euro-americana. Pues bien, vamos apreciando aquella soberbia mezquita Omeya, que a pesar de sus aproximadamente 1300 años se encuentra tan bien conservada.
Apreciamos estantes en los que se encuentran libros sagrados, principalmente El Corán. Los más respetados sacerdotes toman estos libros, los leen y los vuelven a colocar en su lugar. Este es un sitio de regocijo, uno puede venir, digo, y quedarse allí horas. Es como un reconfortante del alma; venir todos los días.
Voy hablando con mi amigo Zaidán:
¿Cuál es el primer día de trabajo?
- El primer día de trabajo es el domingo, no como ustedes los cristianos, que comienzan la jornada el lunes; y los días de descanso son el viernes y el sábado.
- Y este lugar cierra los domingos porque la mayoría son cristianos ¿verdad?
- Así es.
Salimos de la mezquita Omeya, y por los alrededores nos encontramos con surtidos bazares, y uno de ellos con multitud de narguiles de distintos colores y tipos. Es lo más llamativo de las cosas que se venden en Siria. A mi amigo Zaidán no le gusta los narguiles. Él me va explicando algunas de las formas que incidieron en la cultura árabe y la adulteraron:
- Este lugar fue tomado por los romanos, y en el Medio Oriente se introdujo el uso del narguile; ese aparato se usaba más que todo en Egipto, para fumar marihuana.
- Una manera para dominarlos, también.
- Por supuesto.
- ¿O el hachís, verdad?
- El hachís y la marihuana es lo mismo, es el mismo material.
Había llegado la hora de comer, y entre aquel laberinto de bazares conseguimos un puesto de comida, y llenamos nuestro pequeño pesebre con shawarma, ensalada, falafel y yogurt. Observamos, que como en los antiguos griegos, la cocina está siempre a cargo de los hombres. Las mujeres se dedican a otros quehaceres: coser, tejer y cuidar de los niños.
Llegamos al convento franciscano Memorial de San Pablo, donde nos alojamos. Es realmente una celda para el recogimiento. Dos camas individuales, una mesita y una lámpara. Cada mañana el desayuno es el mismo: pan árabe, mermelada, crema de queso y aceitunas; de bebida, café y té. Allí nos encontramos con sacerdotes que comienzan su dura jornada: quizá vayan al desierto, al Eufrates, a África. La señora cocinera, joven y gorda está pendiente de nosotros, nos sonríe y nos prepara el pesebre para que nada nos falte en la mesa. Le digo a mi compañera: sabes de dónde nació toda esta guerra contra oriente: de Europa y su hija degenerada de Estados Unidos, que no entienden ninguna clase de relación con el mundo sino es a través de la fuerza, del dominio. Ellos siempre quieren ser el socio fuerte. Estos seres pacíficos, amables, silenciosos y trabajadores, fueron convertidos por la teoría del orientalismo occidental, de Darwin, del mismo Marx, de Spengler y de Samuel Hutington (choque de civilizaciones), en terroristas, en peligros para el desarrollo, la democracia y los derechos humanos. En toda una realidad antihumana.
Cierro los ojos y recuerdo toda la calle que va desde una gran avenida en obras hasta la puerta de San Pablo: una fuente de soda donde acudimos cada tarde a tomar turkish cofee y el joven que la atiende, que nos recomienda los lugares que debemos visitar. Enciendo el ventilador y miro el techo, y me digo que estamos en Grecia antigua, con dioses y sabios que nos saludan por todas partes. Casi todos vestidos de lino, como en la antigüedad. Lo más práctico, un saco con hueco por donde pasan la cabeza. En cuanto sales del convento te encuentras con un bazar de un venerable anciano de unos noventa años, ayudado por su nieta. En ese bazar está Aladino dentro de su lámpara, y lo que uno le pide se lo consigue: teipe, agujas, pegaloca, sacapuntas, libretitas, cera, pilas, fosforo, sobres, diccionarios, corta uñas, ungüentos y cataplasmas… un poco más adelante una perfumería atendida por un joven que alquila teléfonos. Nunca he usado perfumes, pero en Siria es algo sagrado. Los colores, los olores. El joven tiene cientos de esencias, y con admirable habilidad las mescla. En un canutillo me sirve un poco de perfume y me lo regala. A los clientes les asperja con alguna de las mil variedades que llenan su almario. Frente a la perfumería venden pollo a la brasa, lo sirven envuelto en pan árabe y con un litro de yogurt. Un poco más abajo una frutería, y por todas miles de quincallas. La música que se oye es árabe y quizá, en alguna fiesta, los sirios trasplantados a otras tierras sean los que escuchen música gringa o francesa.
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