En este artículo abordamos la política contradictoria del Frente Amplio en el ejercicio del gobierno uruguayo frente a los derechos humanos. En la primera parte, hacemos el elogio a la punición de Bordaberry, Goyo Alvarez y otros criminales. En la segunda parte, realizo la crítica en cuanto a la conducta en el plebiscito por el referéndum revocatorio de la Ley de Caducidad y a la promoción de los oficiales comandantes de los asesinatos del Hospital Filtro en agosto de 1994.
El dictador dos veces condenado
Mientras el Brasil discute la reedición del Plan Nacional de Derechos Humanos y la posibilidad de revisión de la Ley de Amnistía (1979, que amnistió a torturadores y guerrilleros, todos juntos), nuestros vecinos intentan ajustar cuentas con el pasado. El respetado semanario Brecha publicó en su tapa de 12/02 la figura del ex-presidente del Uruguay, Juan María Bordaberry. El co-autor del golpe cívico militar de 27 de junio de 1973 fue condenado a la pena máxima, 45 años en prisión domiciliaria (por la edad avanzada) si no se evade sin autorización. La sentencia, hasta ahora definitiva, fue dada por la jueza penal Mariana Moto basándose en una ley de cooperación con la Corte Penal Internacional en las materias de lucha contra el genocidio, crímenes de guerra y lesa humanidad. Ahora, cabrá al ex-presidente recurrir de la condena por desaparición forzada, homicidio político y atentado a la Constitución.
Este caso puede abrir un precedente importante para la cuestión de los derechos humanos en América Latina. Juan María Bordaberry ganó las más que sospechosas elecciones uruguayas de 1971. Si hubiera perdido, el político colorado y latifundista tenía como plan B la articulación, junto a las embajadas del Brasil y de los EUA, de la consecución de la Operación 30 Horas. La versión de la blitzkrieg para el Cono Sur consistía en la toma del territorio del Uruguay por las tropas brasileñas estacionadas a lo largo de los más de 1000 kms de frontera seca entre los dos países. Los blindados del Ejército de Brasil harían el papel de la caballería imperial y decidirían en la punta de los fusiles la elección de un gobierno bajo Estado de Sitio (o dictadura constitucional), luego de la gestión del también colorado y presidente con aires dictatoriales, el ex-boxeador Pacheco Areco. La invasión brasileña no fue necesaria gracias a la victoria en las elecciones fraudulentas. Dos años después, estaba dado el golpe, instaurando la dictadura que duraría hasta 1985.
Al hacer análisis político por comparación nos quedamos espantados de cuan lejos está Brasil de los países del Cono Sur de América. En el Uruguay y en la Argentina -que ya castigó a parte de los altos mandos dictatoriales- los activistas de derechos humanos luchan para condenar a la jerarquía intermedia de torturadores e intentan frenar la criminalización de la protesta política. Con todas sus limitaciones, hay que reconocer que hasta el Chile bajo los gobiernos de la Concertación, superó algunas trabas del Estado pinochetista y copndenó a operadores de la temida DINA (policía política de Pinochet) y otros órganos de colaboración en la Operación Cóndor.
En el Brasil, aún reclamamos que el gobierno de Lula ajuste una parte de las cuentas con el pasado dictatorial. En el apagar de las luces de 2009, es lanzado el Plan Nacional de Derechos Humanos y el mismo es rechazado en bloque por el ministro de la Defensa Nelson Jobim, el mismo que fuera ministro de la Justicia de FHC, posicionandose hombro a hombro con los comandantes de las Fuerzas Armadas. De su parte, Luiz Inácio Lula da Silva salió por la tangente, declarando no haber leído el decreto del PNDH antes de firmarlo. Desde las protestas castrenses a finales del año el Plan viene siendo lavado, manteniendo la amnistía para los autores de crímenes como tortura, secuestro, asesinato, violación, robo de niños y expolio de bienes personales.
Bordaberry puede estar en casa, pero está preso y condenado en dos instancias. Fue sentenciado en la Justicia formal del país donde fue dictador y también es “juzgado” en la memoria popular cultivada, no permitiendo olvidar aquello que jamás debería haber acontecido.
Lo inverso en la materia, al no condenar a los puestos intermedios, hacer media campaña de la Ley de Caducidad y promover a la jerarquía de la Guardia Republicana
En un artículo anterior abordamos el primer turno en las elecciones generales del Uruguay a partir de la óptica de Memoria, Verdad, Justicia y Punición a los torturadores y autores de crímenes de lesa humanidad. En este primer texto, se refleja el conflicto de castigar a quién hizo y no a quien hace o recibió órdenes para hacer. Recordando las variables que cruzamos, dimos énfasis que el aumento del margen electoral del Frente Amplio no acompañó a la profundidad punitiva que una parte de esta misma base frente amplista estaba esperando. Se dio lo opuesto. José Mujica ganó lejos de Alberto Lacalle en la segunda vuelta, pero en la primera vuelta, cuando el tema en pauta podría calentar la política nacional, el FA apostó poco en el referéndum revocatorio de la Ley de Caducidad. Éste, si se hubiera aprobado, podría haber llevado a un castigo transversal en todo el aparato represivo en el país que tuvo el mayor número absoluto de presos durante la Operación Cóndor.
El problema en ese caso era que quién pedía tranquilidad y calma era un ex-rehén de la dictadura cuando era preso político. Cuando Mujica era ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca, fue algunas veces a aparecerse en la TV comparando el pago de la deuda externa del Uruguay con la deuda que los vecinos tendrían con el dueño del almacén de la esquina. En la práctica, su lenguaje popular sirve de colchón para los temas estratégicos absorbiendo la simpatía que, sumada la pachorra de tipo provinciana y comunitaria, lleva la calma a los barrios de tradición militante. El mismo se dio –y se da– cuando el tema llega a la posibilidad del castigo a los puestos intermedios de la represión en el periodo duro (pre y durante la dictadura uruguaya).
Es obvio que las soluciones del Frente Amplio son paliativas si las comparemos con las demandas de la militancia por los derechos humanos en el Uruguay. Lo mismo viene dándose en el gobierno de los Kirchner en la Argentina. El tema de las defensas y garantías individuales y la vigilancia sobre el aparato represivo se vuelven, en los gobiernos de izquierda parlamentaria, ventaja para el pasado dictatorial. En el Uruguay en el momento no hay presos políticos, aunque el gobierno de izquierda ya prendió gente más a la izquierda en los últimos cuatro años. Ya el número de militantes respondiendo a procesos llega casi a un centenar, lo que es demasiado para un país con poco más de 3 millones 200 mil residentes. También es preciso reconocer que, como de costumbre, en el otro lado del Río de la Plata, la situación es más complicada, pues durante los dos mandatos del Justicialismo más nacionalista y popular, hubo muertos, desaparecidos y presos políticos. Pero, hay una semejanza.
Comparando las políticas de Uruguay y Argentina actuales, hay un patrón repetido. Al tiempo que los políticos frenteamplistas condenan a los reconocidos autores de crímenes de lesa patria y lesa humanidad de tres décadas atrás, se esquivan ante de la defensa de los derechos humanos en la democracia contemporánea. El último asesinato del Estado uruguayo contra manifestantes fue en agosto de 1994, cuando una multitud se reunió para reivindicar el derecho de asilo a refugiados políticos del país vasco, en este caso, activistas conectados al brazo civil y público de la organización político-militar ETA. Era el penúltimo año del gobierno blanco de Alberto Lacalle, el mismo que ha perdido recientemente la segunda vuelta de las elecciones ante el ex-guerrillero José Mujica teniendo como vice al economista neoliberal Danilo Astori. En 24 de agosto de 1994, dos jóvenes con implicación en actividades barriales perdieron la vida.
En la ocasión, Fernando Morroni y Roberto Facal fueron asesinados por las tropas del Ministerio del Interior del Uruguay. El primero, en el correr de la lucha nocturna entre pueblo y tropas y el segundo, al viejo estilo, arrancado de su casa por mandos policiales en trajes civiles. La Justicia del país reconoció y condenó a los siguientes oficiales: capitán Jacinto Omar Ojeda y el teniente-coronel Juan Miguel Rolán que tenían poder de mando sobre los Coraceros, y a los mayores Héctor Darío Domínguez y Miguel Nery Moura quienes ejercieron poder de mando directo sobre los Granaderos. Como se sabe, ambos Regimientos, más los GEO (en la época aún como versión de las GES) – fuerzas especiales antidisturbios y contraterroristas– forman la punta de lanza de la represión en el interior del país hermano.
Desde entonces, presionado por la sociedad civil, ningún oficial superior del Regimiento venía siendo promovido. La propia oligarquía de la Banda Oriental, aún en el gobierno de Alberto Lacalle (Partido Nacional) y posteriormente con Sanguinetti y Jorge Battle (Partido Colorado), no se aatrevió a promover a los oficiales de la unidad que dejó el país en pie de guerra. Ya el gobierno de Tabaré Vázquez, según denuncia que oí en vivo de integrantes de la Plenaria Memoria y Justicia durante el 8º Encuentro Latino Americano de Organizaciones Populares Autónomas (Elaopa), realizado en Lagomar, Canelones en febrero último (2010), aplicó la receta opuesta.
El temido Regimiento de Coraceros tuvo promociones durante el gobierno del médico oncólogo natural del histórico barrio de La Teja (zona oeste de la capital, legenda de militancia y combatividad clasista). ¡Lo que ni Lacalle, Sanguinetti o Battle tuvieron el coraje de realizar, aún durante la crisis económica de 2002, la izquierda parlamentaria lo terminó haciendo! ¿Los motivos? Una hipótesis es señalar que una parcela del Poder Moderador de las fuerzas del orden, sigue bienvenida. La otra es mostrar a la izquierda más radicalizada que existe un límite de tolerancia en la protesta social.
En el entender de este analista, ambas respuestas son válidas.
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