El capitalismo imperialista y salvaje ha llevado, como nunca antes, al extremo el odio individual. Los grandes magnates de la política imperialista, al igual que muchos de los escalones medios y hasta bajos, no quieren percatarse que ese género de odio es un sentimiento abominable por el ángulo que se le desee medir o estudiar. De allí la política errónea de las grandes ofertas monetarias a quienes contribuyan a lograr la muerte o la prisión de sus adversarios político, aunque en una o muy pocas oportunidades logren su objetivo. Fueron los franceses los que dijeron un día que en época de guerra, deben tomarse medidas de guerra. En verdad, en Colombia existe una guerra y requiere de medidas de guerra pero, lo lamentable, es que los principios de la misma se sujetan a los beneficios inmediatos o temporales del odio personal y no de una política que busque la conquista de la paz con verdadera justicia social de parte del gobierno colombiano para el pueblo colombiano. Sin que sea asombroso para nadie, los candidatos a la próxima presidencia de Colombia, con verdadero chance de ganar y hasta varios de los seguros perdedores, lo que prometen es más violencia estatal y cero diálogos con la insurgencia; es decir, más medidas de guerra y más odio individual. Este no tiene nada que ver con el necesario odio de clase que unido al amor de clase contribuye al impulso de la lucha política y de la solidaridad entre los partidarios de una determinada causa social.
El presidente Uribe, eso debe respetarse y no criticarse, está herido y nostálgico, aunque no lo quiera reconocer. En varios programas de humorismo se lo testimonian. El, por reacción de su odio individual acumulado al extremo en su pecho y en su conciencia, no quiere darse cuenta de ello. El capitalismo no necesita de gobiernos encabezados por estadistas, sino por hombres o mujeres que reaccionen con las normas del odio personal para resolver las tensas contradicciones sociales. Eso es lo que da frutos o dividendos a la economía imperialista, hasta que los pueblos se arrechen y aplasten en su arrechera todos los obstáculos sociales que encuentren a su paso en su lucha por su redención social.
El presidente Uribe, en su afán de llevar la guerra a los extremos de la venganza personal y de buscar la gloria individual que cree una euforia colectiva de derrumbe de las estatuas del Libertador Simón Bolívar y sea colocada la de él para simbolizar las plazas públicas principales de las ciudades colombianas, le ha dicho, como última orden fundamental de su segundo mandato de gobierno, a las fuerzas militares una inscripción no más, bien sencilla y clara, pero bien difícil y compleja: “Capturen a Alfonso Cano para poder entregar feliz mi gobierno”. Un estadista que presida un gobierno en cualquier nación del mundo, no cometería una sandez de tal naturaleza, porque eso no hace más que reflejar que todo el tiempo su gobierno estuvo concentrado en solo la captura de quien considera, individualmente, su enemigo principal. El gobierno de Estados Unidos, por ejemplo, recién reconoció que estaba convencido que no iba a capturar con vida a Bid Laden, catalogado como el enemigo público número uno de Estados Unidos. Pero si está consciente de matarlo o que esa labor la cumplan quienes están en la custodia del famoso y misterioso terrorista.
Démonos cuenta, que para el presidente Uribe como para cualquier gobierno capitalista sea imperialista o subdesarrollado, no es combatir con justicia a la miseria social, no es transformar los dolores sociales en verdaderas libertades sociales, no es la solución de las apremiantes necesidades materiales y espirituales del pueblo, no es conquistar una paz con justicia para toda la población, no es la reducción de la elevada tasa de mortalidad infantil, no es detener o bajar el incremento de la delincuencia y la prostitución, no es eliminar el extremismo en el consumo de estupefacientes y el narcotráfico de los mismos, no es reducir el aumento acelerado del desempleo y los precios en las mercancías de la dieta básica, no es frenar el enriquecimiento exagerado de unos pocos en perjuicio de los muchos, lo que debe preocuparle, lo que debe estar a la orden del día para la implementación de políticas gubernamentales. No, eso no interesa, eso es secundario, eso no tiene importancia alguna. Lo que vale, lo que debe caracterizar la política fundamental de su gobierno, lo que tiene que simbolizar el deber esencial de su gobernabilidad es: capturar al comandante de las FARC, Alfonso Cano. Si eso se produce, si eso se logra, entonces, el Presidente Uribe entrega el gobierno a su sucesor con la alegría del niño pobre que recibe un juguete caro e impresionista tan pronto aclare un 25 de diciembre o, como ese estudiante que nunca se preocupó por su formación académica o científica, pero que por amiguismo o clientelismo de los profesores le aprobaron todas sus materias para obtener el título universitario.
Lo más seguro, de no unirse los conservadores con los liberales, es que el doctor Santos gane la presidencia de Colombia en la próxima elección para tal finalidad. Las promesas del incremento de la guerra, la continuidad fiel de las políticas del presidente Uribe y el exterminio físico de los fundamentales comandantes de la insurgencia, le caen como anillo al dedo. Todos los políticos que personalizan, como los investigadores que individualizan la historia, la lucha de clases terminan enfrascados y reaccionan por los impulsos del odio individual y acaban dando la espalda al pueblo, deformando la realidad y la necesidad, y logran su clímax introduciendo una puñalada trasera a la verdad histórica o concreta.
Me imagino que para los retenidos o prisioneros de guerra en poder o manos de las FARC y del ELN, como para todos sus familiares, hubiese sido preferible, mil y más veces, que el presidente Uribe hubiera hablado, no a las fuerzas militares sino al Congreso de la República, sobre la obtención lo más inmediatamente posible del canje político o humanitario que los pusiera en libertad y no dictar la infeliz orden de “Capturar a Alfonso Cano” como la más valedera prueba de la derrota de la insurgencia, de la efectividad de su lucha por la democracia y de la realización de su programa de transformación económico-social para Colombia.
Que glorioso hubiese sido, para entregar su gobierno al sucesor de la tendencia política que fuese, que el presidente Uribe, en vez de ordenar la “captura de Alfonso Cano”, hubiera dicho a la sociedad colombiana y al mundo entero, ya regresaron, sin temor alguno a la represión y a la muerte, los millones de desplazados a trabajar sus tierras, a sentir el calor de sus hogares en Colombia, a criar sus familias en su lugar de nacimiento y a contribuir en la grandeza y el progreso de su nación.
Que hermoso hubiese sido que en vez de la violenta orden dictada por el presidente Uribe a los militares de “capturar a Alfonso Cano”, le hubiera informado al mundo y, especialmente, al pueblo colombiano que había firmado con la insurgencia un acuerdo serio, responsable y objetivo de paz y de justicia para ponerle punto final al conflicto político armado que sacude a Colombia por casi cinco décadas de tiempo.
No, nada de ello, eso no interesa, eso no es lo fundamental. Lo primordial para el presidente Uribe, como gran trofeo de triunfo en su mandato, es la captura del comandante Alfonso Cano. ¡Santo Dios! Y sin ser pronosticador, sin ser pitoniso, sin ser brujo, creo que el señor Uribe abandonará la presidencia de Colombia quedándose con los crespos hechos. ¡Quieran Dios, las montañas, los pájaros, los ríos, las bases sociales, los animales, los árboles y caminos todos del monte y la insurgencia, sea así y no de otra manera! Amén.