Obsérvese con cuidado y nos daremos cuenta de que Marcel Granier fue un muchacho muy malcriado y llorón, que sus padres, franceses o afrancesados, lo maleducaron haciéndole ver muy mala televisión. A Marcel lo cuidaba en su niñez una pareja llanero-lusitana muy dada a ver las telenovelas que entonces estaban de moda; la pareja era Carmen Villas y Manuel Fernández (ex propietario del abasto “Fátima” del Junquito).
“Marci”, así le decía esta pareja, no fastidiaba, sólo era muy llorón. Se sentaba a berrear horas y horas, y la única manera de calmarlo era ponerlo frente al televisor. Para Carmen, no fue como dice la Biblia que el mundo surgió con el “hágase la luz”, sino cuando el 1º de enero de 1953, a la siete de la noche, salió al aire el primer programa de la Televisora Nacional, en el cerro Marín.
La afición de esta pareja por la moquera televisiva invadió también a la familia Granier. Don Marcel, el viejo, era un hombre muy respetable en la ciudad de Caracas, que había recibido altas condecoraciones de manos del Presidente y Dictador Marcos Pérez Jiménez. El viejo Marcel era además muy asiduo a las reuniones que se daban en el palacio de Miraflores, y quizá de allí hubiese sacado su hijo Marci, la afición a visitarlo con harta asiduidad. Aunque nunca imaginó el viejo Marcel, que su hijo fuese a ser un denodado luchador contra otro “Dictador”, el Presidente Chávez. Ironías del destino.
Era tal la afición que Marci cogió por los temblores amorosos que el veía en la pantalla chica, que le dio por escribir guiones y en su adolescencia creó un personaje llamado Llakelín; era una nena de buena familia que cursaba el bachillerato en el Colegio Nuestro Corazón de Jesús, pero cuyas aficiones por las modas, los trajes tallados, las minifaldas, los zapatos tenis y los descotes, no le dejaban tiempo para las fórmulas de álgebra, los temas de la física o del castellano. La pobre tenía una ortografía horrible, y estaba adquiriendo la mala costumbre de escribir todo en mayúscula para evitar tener que acentuar las palabras. La vida de don Manuel y su esposa Carmen, insistimos, era la televisión. Los programas preferidos de doña Carmen eran las telenovelas, la lucha libre y los cómicos de Radio Rochela, y los de don Manuel: las carreras de caballo, los jaleos de los políticos dándose de las greñas y los deportivos. En medio de ellos siempre estaba el pobre Marci.
Cuando comenzó la viajadera a Miami, Marci puso a su personaje Llakelín, como adoptada por una tal Verónica Caty, muy rica. Llakelín comenzaba a tener miles de conquistas, y ya sabía que su cuerpo era escultural y muy codiciado, y que por allí, en una moto bien equipada, en un ferrari o en Thunderbird, último modelo, podía andar husmeando su príncipe azul, que seguramente era un viejo, medio barrigón y calvo, de pantalones bombachos y de maletín, y de gafas Ryban, oscuras. Trataba Marci de no dejarse influenciar por los moldes terapéuticos de Venevisión, porque seguía con fruición los programas de Amador Bendayán y se encargaba de vestir a Llakelín, y de hacerle los afeites, y peinarla siguiendo los formatos más picantes según el estilo que estaban imponiendo los cubanos radicados en Miami. Llegó a poner en boca de un productor que asesoraba a Llakelín expresiones subidas de tono, y que disfrutaba en secreto redactándolas en su cuarto. Se trataba de alguien que le aconsejaba que no se fuera a casar tan joven, y que más bien pensara en buscarse un destino en la actuación, participando en castings en Miami, y que tratara de hablar con los relumbrantes promotores de misses, cantantes, artistas... “Tus nalgas, hija, son viveros de ojos cuando sales a la calle, no vayas a desperdiciar tus condiciones, con un bobo cualquiera. Véndete cara, muchacha”. Estas cosas él se había cansado de escucharlas en películas mejicanas, donde sobraban “sirvientas” que de la noche a la mañana saltaban a la fama porque se conseguían un tronco de partido.
Sigue la historia con una Llakelín que cumpliendo los deseos de su madre, mueve cielo y tierra para que la toqueteen, la midan, prácticamente la rebanen y la vuelvan a empatar y recomponer, en aquellas largas y exigentes sesiones, en las que la mayoría de los asistentes son bichas emplastonadas de pintura hasta las agallas. No sabía qué elegir entre tantas secciones artísticas, que podía ser cantante (pero no tenía buena voz), o periodista (pero ni soñar que se graduaría de algo, que no nació para estar metida varios años en una universidad), ser artista de cine, trabajar como bailarina, o en escenografía o acabar en utilería y maquillaje. Una sección a la cual estuvo tentada meterse por fuerte influencia de su tío Juan Vicente, fue en la de brujería o adivinación, que siempre en este medio tiene mucha audiencia, y de modo natural Llakelín tenía condiciones naturales para estos menesteres: sabía la oración del tabaco, peticiones a María Lionza, José Gregorio y el Negro Felipe, y los conjuros de la triangulación del sapo, la pepa del zamuro y el cacho o rabo de diablo. Preparaba pócimas y ungüentos milagrosos, que regalaba a amigos, y que en algo habían ayudado en situaciones de penas, apuestas en loterías y conflictos sentimentales. La mezcla de dos cucharadas de meado de gato, maceradas con tres flores de cayena y cuatro cagarrutas de ratón, echándolas en un ambiente frecuentado por un personaje al que deseásemos destruir, resultaban efectivísimo. Para curar el mal de ojo, esta mezcla fue mejorada por Llakelín, agregándole semillas de cundiamor.
Nunca supo Llakelín cuándo ni cómo, en aquellas barahúndas de fiestas y celebraciones, perdió la virginidad, cosa que a ella ni a nadie le importaba. Mostrar su cuerpo, que lo venía haciendo por sugerencia de su madre con aquellos trajes minúsculos, con aquellas faldas tan cortas, era poca cosa para su disparada libertad que ya tenía muy bien sujetada por los cuernos. En las pruebas de cámaras mostraba un “profesionalismo” de primera. Soportaba sin rubor las mayores exigencias y era osada para los besos, los aparruños y entregas desaforadas. Lo malo era su dicción, por sus postuguesismos que se les colaban al hablar, donde por ejemplo, le era imposible decir éxito, le salía esito.
Ni que decir que Llakelín se sentía feliz entre aquellas luces, enfoques, tipos moviendo cables, montones de hombres cogiéndole por el pelo, arreglándole las mejillas y dándole a su figura retoques deslumbrantes. Como realmente su dicción y su preparación cultural básica en nada le ayudaba, el director le exigió que para continuar se buscara un productor, que la promocionara. En estos menesteres sí encontró al príncipe azul de su vida, don Roberto María Ponce, un viejo español, gordo, dispépsico, que antes había sido carnicero en Puerto La Cruz, con un abundante peluquín que le ocultaba una feroz calvicie que se le vino encima a causa de una mabita que le echaron. Don Roberto no tenía ya alma para las aventuras con “niñas”, pero era ocioso y tenía plata en abundancia, y le sobraba el tiempo para dedicarse a promocionar “jóvenes talentos”. Al recibirlas en su espectacular oficina de trabajo, luego de hacerlas esperar un buen rato, aun sin darles la mano, lo primero que les decía era: “Quítatelas”, y si no entendían, o se hacían las azoradas, o confusas, de malas maneras, les pedía que se retiraran, que él no estaba para perder el tiempo. Que la que quería ser artista debía saber dominarse hasta el último pelo. Algunas lloraban y se retiraban destrozadas, considerando que por sus flaquezas y estupideces lo habían echado a perder todo, y que el sueño de sus vidas había durado tan poco. Pero Llakelín, no sabía por qué extraño don, aquello era poca cosa para ella. No le importaba en lo más mínimo hacerlo. Lástima que su dicción fuera, insistimos, pésima, y que los diálogos no pudiera retenerlos debidamente.
Llakelín no pudo ser actriz, y quedó sólo como peluquera al servicio de don Roberto.
Aún así la vida de Llakelín, siguió siendo de ensueño: su cuarto, sus anaqueles y álbumes estaban llenos de multitud de banderines, carteles, afiches, fotos, con toda clase de promociones de artistas, y firmados por éstos. Su madre cuando la visitaba se enternecía más allá de las lágrimas y los temblores con que la sacudía la telenovela “El Derecho de Nacer”. Los dramas de estas dos mujeres eran dramas tenían como música de fondo los compases de ultratumba que se suelen escuchar cuando suena un teléfono y un cuadro de engaño, perfidia y farsa se esconde en los corazones ateridos de soledad. Un drama falso e imaginario montado sobre un guión escrito a veinte manos en los cenáculos de un barullo de lloros incontenibles. El vientre materno de esos estudios anegados de cables, luces, y pasillos por los que entran y salen seres de plásticos ventrículos gaseosos y palpitaciones siniestras.
Marci, Marci, llegaste lejos. No pudiste hacer guiones que te catapultaran a la gloria como tanto lo anhelaste, pero has llorado mucho artificial y verdaderamente. La vida era color de rosas cuando imaginabas pero de nada te ha servido, nada te funcionaba bien, la realidad es otra. Venezuela vive una revolución extraña y voraz, como un viento de locura.
Te vas, Marci, y ahora con tus mostachos y tus ojos aguados, y tu voz de tísico buscarás otros mundos en sueños y visiones que realmente te valoren. No fue tu culpa, que ahora sí es verdad que podemos llamar jurisprudente.
Tu familia de RCTV es irreal, Marci, o supra-irreal, llena de seres que de humano nunca han tenido ninguna nada. Por eso son todos ambivalentes. Sus gestos, sus movimientos sus delicadezas y finuras todos amanerados, se extinguirán el 28 de mayo como pamplinas y nada dejarán tras de sí porque realmente nunca han existido. Fin de fines.
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