Breve relato de un prepotente bajo “a border line” alegría…

Sí, faltaban cinco pa` las doce y no era que el año fuera a terminar, cuando me encontraba en mi casa, en la cocina de mármol fregando en bata de seda como único atavío un plato de finísima porcelana de áureo canto, pensando en cómo era posible -¡a malaya!- que una fruta tan dulce y jugosa, que había aprendido a hacer mía con tan exquisitas malasmañas, estuviera a punto de caer desprendida de mis manos convulsivas como para hacerme entrar en esta especie de pausado morir.

Había venido advirtiendo, cómo de los ojos de mi amada Dorotea salían obvios signos de iracundia, cuando los había supuesto tiernos para siempre. Ella me reprochaba, cómo era posible que yo, su prepotente marido, no pudiera vencer a un tipo que seguro… para ella nada vale, y seguro que para mí, tampoco por supuesto, pero que representa a un pueblo demasiado omnipotente incluyendo su generación de relevo… ¡A Malaya sea! ¿Qué podría valer entonces yo, un esclavo amado y que por ello mismo hube poder hacerme “creador”? Y peor, viendo cómo los que creía mis hechizados y hechizadas guardaban silencio ante la caída inminente de este fruto tan dulce y jugoso que he amado con tan crematístico furor.

¡Cobardes!.. ¡”Cobardas”!.. no me cansaba de gritarles con mi gañote linfa exudando aquella mi triste noche de agudo silencio, al notar que nadie salía con arrechera a objetar dizque la soberana decisión, y tener que convencerme -cuando casi disparado salía de mis manos enjabonadas y presas ya del miedo el plato de refinada porcelana de áureo canto que fregaba- de que los billetes, por más alta denominación que los distinga, no gritan… ¡Qué mierda es el dinero, compadre! Y sintiendo también que por mi glacial espinazo trepaba un odio como pastoso, que sólo podía saciar una atroz venganza que no fuera nada más que imaginaria, porque para colmo había perdido hasta la reacción de la acción, por lo que mi vendetta era impotente. ¡A malaya sea!

Y que nadie me creía, porque nadie había querido comprar más el curry que siempre les he preparado con mierda de perro valiéndome del ingenio de mi velada malicia.

¡Me sentía desenmascarado!

Me sentía descubierto por aquellos (ancianos, ancianas, hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas del pueblo soez) que he mirado con superioridad de arriba hacia abajo… Por aquel populacho que tanto he despreciado y desprecio y que para siempre despreciaré y de lo cual no habré de cansarme nunca, y al que había tenido que fingirle siempre lástima, indulgencia al verlo tan explotado y sobrecargado de infelicidad como mula vieja, pero sin darme cuenta que, cuando lo despreciaba, pasaba por negligente en el cuidado de ciertos detalles como para conseguir en efecto convertir lo que tanto despreciaba en mamarracho para todos, cuando lo que se me revelaba en él más bien era una noble forma de valorar que por cierto no pecaba nunca contra la realidad, y que encontrábase allí afuera diciendo sí a la no renovación de mi amada concesión, teniendo como líder a un hombre probo, fundado, que no mira con hostil prevención ni ama los caminillos escabrosos, ni gusta de abrir puertas falsas, ni mucho menos humillarse, algo que la aversión que por él hoy mayor siento me evitaba reconocer. Además, con el respeto que sentía por sus enemigos al hablar aquel hombre de amor que también debí entender como un puente hacia mí… ¡Vaya qué maraca de miserable soy!

En cambio yo, que me he creído bien nacido, que he tenido que edificar mi felicidad con genuino material de Heraclio Fournier y hasta mentírmela por haberme tragado la creencia de ser un hombre repleto de fuerza, y por tanto activo, de ello no he podido separar nunca mi supuesta felicidad. Y lo peor es que no tengo ni siquiera derecho a la rebelión por ser un esclavo amado... ¡Qué bolas! ¡A Malaya sea! ¡Qué desagradable muriendo, carajo, siento, cuando experimento tan colosal contrasentido!

¡Dios mío, cómo he llegado a odiar en tan corto tiempo el amor a una tronco e`concesión que tanto me apasionó, y que se me hubiera escabullido tan de repente aquella maldita media noche… y para siempre!..


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Raúl Betancourt López


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