Primero se llamaron mantuanos, después godos y, finalmente, oligarcas. De los últimos apenas queda una especie de nueva rica burguesía criolla, obscena clase dominante de mercaderes de dolor y atraso, traficantes de soberanía y simuladores de oficio.
La burguesía criolla es una clase inculta, frívola y esencialmente apátrida, que no luchó por conquistar su lugar en la escala social o la historia, ni hizo nada por independizar esta rica y hermosa tierra libre y soberana de Venezuela. Simplemente se la compró a quienes la cuidaban y se vendían con ella, los oficiales generales que se la habían robado al gran pueblo soldado. A ese pueblo que, después de labrarla y construirla por los siglos, se la quitó a punta de lanza y filo de machete a los reyes de España, propietarios legales pero no legítimos, quienes a su vez se la habían arrebatado a los pobladores milenarios.
Con Venezuela en su poder, los burgueses escogieron o aceptaron a los políticos y gendarmes que competían o peleaban para administrarla en su nombre, para vigilar y someter al pueblo a la ley, que era la ley del amo. Obligado por la necesidad y adormecido por la ignorancia, el pueblo olvidó su propia fuerza y se sometió al gobierno.
Pero en un lugar secreto de la memoria popular dormía Bolívar, junto a otros muertos por la vida. Hasta que el pueblo despertó y con él despertó Bolívar y la vieja y buena causa de los libertadores. Susceptible de humanidad y grandeza, el pueblo “sin saber sabía” y ahora plenamente sabe, que lo hecho por todos a todos pertenece, que la misión no está cumplida y que no vale la pena vivir, cada vez peor, bajo tan egoísta y ridícula burguesía.
Tiene pues razón el amo al odiarnos tanto y al preparar la venganza que prepara, aunque nada le hemos hecho todavía. El amo está ultrajado y humillado por nuestra sola presencia, que le echa en cara la fofa inutilidad de su existencia, descubre las mentiras con las cuales tejía su coartada y muestra al universo que el pueblo es presencia irreversible y principal de la Nación venezolana.
Tiene pues razón el amo al conspirar con el Imperio para obligarnos a ser nuevamente sus esclavos, y nosotros tenemos razón cuando decimos que preferimos la muerte. La del amo, claro está… pero estamos preparados para la “Misión Ricaurte”.
Quienes no tienen razón son los pobres diablos engañados, carne de televisión y jalabolas de los ricos, los infelices que se arrastran para “superarse”.
Menos la tienen nuestros conciliadores, los de la justicia como igualdad de rico y pobre, del equilibrio entre el ratón y el gato, el balance entre el tigre y el venado, la objetividad ante la crucifixión, el abrazo de torturador y torturado. Estas almas nobles o dobles de nuestra Conciliadora Democrática ¿Nos dirán que los banqueros las engañaron, o que firmaron sin darse cuenta? En el mejor de los casos, si no hacen daño hacen el ridículo.