Hace unos años una camarada me comentaba que en Venezuela los títulos universitarios eran análogos a los títulos nobiliarios de la Europa medieval: Si tienes un título, así la mediocridad te esté matando, eres alguien, pero si no lo tienes, puedes ser una eminencia; un autodidacta más arrecho que Lula, que llegó a ser presidente de Brasil; o un periodista más creativo que Arístides Bastidas, que obtuvo el premio Kalinga de la Unesco sobre la divulgación científica e hizo escuela en el periodismo venezolano; o un escritor como Pablo Neruda o García Márquez, que sin esos títulos obtuvieron el Nobel de literatura. Aún siendo el mejor de los mejores, el sin título, para la triste aristocracia de la mediocridad, no es nadie.
Y es que la mediocridad necesita un papel que certifique que su portador es alguien, que esa mirada sosa y vacía pasó por los papeles durante un número determinado de años para tener un título, y ese título, según tenga maestrías (o magister, como dicen algunos) o doctorados, puede ser no sólo de duque sino de conde o hasta príncipe.
En la edad media los títulos se compraban y tenerlos implicaba tener plata. En la cuarta república para tener acceso a las universidades también había que tener plata, pero si el estudiante era del pueblo, debía tener un estómago de camello para pasar hambre, una paciencia de Job para aguantar todo y una determinación a prueba de incendios, pero además había que tener suerte, porque los cupos eran cada día más limitados, y la población flotante era masiva mientras que los que podían entrar eran poquísimos.
Una vez adentro había que tener principios muy arraigados para no dejar que les lavaran el cerebro con la ofensiva ideológica que le zampaban desde el inicio. Al final, el revolucionario de la facultad terminaba siendo, con pocas excepciones, el profesional conformista que se olvidaba de todo en el momento de recibir el título.
Los que pasaron todo ese proceso y siguieron siendo revolucionarios son tan arrechísimos que merecen todo mi respeto.
Y son la esperanza para que el gobierno bolivariano masifique con calidad la inclusión en las universidades que, desde Misión Sucre hasta Misión Alma Mater, han comenzado a derribar los paradigmas de papel de la falsa aristocracia de la mediocridad, que también temen la masificación de la educación universitaria porque ahora van a tener que servir para algo, porque el pueblo ahora podrá tener título y sus poderes creadores van armados con la ciencia, la tecnología y la preparación universitaria.
Tenemos la buena suerte de que Mario Silva no pasó por el proceso de lavado de cerebro y conserva la frescura de su ingenio, el arrojo silvestre del hombre sencillo pero culto que se atreve a decir lo que piensa, el carácter indomable del tipo que no se vende. Un digno vocero del vulgo, “o sea”, vulgar.
Y así es. La vulgaridad es uno de los “errores” que se le imputan al conductor de La Hojilla. Consultando el DRAE, obtuvimos que:
“vulgaridad (Del lat. vulgarĭtas, -ātis).
1.f. Cualidad de vulgar (‖ perteneciente al vulgo).
Vulgo 1. m. El común de la gente popular”.
Es decir, acusan a Mario Silva (y a todos los camaradas de la comunicación alternativa) de hablar como el pueblo. Es la lucha de clases en el plano mediático.
¡Bravo, Mario!
Como buen revolucionario, Mario es completamente intolerante con el enemigo histórico y, como uno de los capitanes de nuestro ejército ideológico, es implacable y utiliza, abiertamente, todos los elementos verbales y gestuales que sean útiles para combatir a unos enemigos que no respetan ninguna ley, que no tienen principios, que utilizan desde los mensajes subliminales hasta las estrategias destinadas a destrozar la mente y los nervios de la población, que es el blanco de la guerra de cuarta generación, a los cuales estos críticos ni tocan.
Lo mejor que tiene La Hojilla es que no es un nido de sifrinos ni de atildados “expertos” que opinan de todo según lo que han leído en los libros, adecuándolo a los intereses de los que les pagan. No son aburridos intelectualoides mercenarios. La Hojilla es un verdadero nido de misiles ideológicos destinados a destrozar las posiciones enemigas, sin cuartel, sin compasión; y si una sonrisa, una arrugada de frente, o sacar a flote algunas de las mañas de los enemigos sirve para derrotarlos, bueno. Estamos en guerra.
Las denuncias más descarnadas contra los enemigos internos, los corruptos, los vendidos y la “derecha endógena” las he visto en La Hojilla, pero al mismo tiempo Mario Silva no se presta a ser vocero de las campañas de la derecha contra el Presidente ni contra los camaradas que, estando en el gobierno, avanzan como artillería pesada, lenta pero segura y demoledoramente, a derribar estructuras para ir construyendo los primeros y tiernos brotes del socialismo que buscan la luz del Sol de la Revolución en medio de la oscura tiranía económica del sistema capitalista que, en estos momentos, está más malvado, más chupasangre, más intolerante que nunca.
Porque una cosa es la autocrítica interna y otra cosa muy diferente es reproducir los ataques de los enemigos contra los nuestros. Porque, como decía el Sr. Mao Tsetung (o Mao Zedong), las contradicciones en el seno del pueblo se resuelven hablando, tratando la enfermedad para salvar el enfermo, y las contradicciones entre nosotros y el enemigo se resuelven confrontándolo hasta derrotarlo.
Es lo que hace Mario Silva.
andrea.coa@gmail.com