Entre vítores y reconocimientos llegaron los comandantes Soto Rojas y Chávez, saludando a todo el mundo, en el Hemiciclo Legislativo, donde el presidente daría cuentas del gobierno socialista. La oposición a la derecha de la sala hacía bancada en una isla de silencio que se hundía en el remolino ovacional convertido en algarabía socialista. En primera fila opositora María Corina lucía serísima. Una pose de niñita regañada en un colegio de curas, le hacía denotar virginal. A su lado Juan Carlos Caldera, lucía una larguirucha corbata amarilla cuya punta inferior jugueteaba con el asiento.
Chávez, que con mucha habilidad graficó el contexto histórico de su presentación, aludía con frecuencia a algunos diputados de oposición. Y en el caso de Marquina, rompía este a ratos, su predisposición a la amargura, para quedar traicionado por su ego y medio reír, cuando escuchaba su nombre de boca presidencial. Pero María Corina, nada que sonreía. Juan Carlos, quien la flanqueaba a su izquierda, llegó hasta palmear tímidos aplausos, hasta que Julio Borges le incriminó en una mirada fulminante, que desmayó sus impulsivas manos. Y seguía María Corina Impávida. Muchos a lo mejor querían verle aquella sonrisa pepsodénica que mostró una vez en Washington.
Ya Andrés Velásquez, desde atrás, observaba todo con cautela. Y cuando su seriedad compungida quiso liberar la tensión de su rostro, algunos rasgos físicos amenazaron con manifestar su senectud temprana. Menos mal que su compañero Alfredo Ramos, le hizo recordar viejos tiempos de reivindicación obrera, haciendo una buena propuesta al presidente en beneficio de los pensionados. Si alguien de la bancada opositora mostró algún signo de cordialidad, sería Hiram Gaviria, quien frecuentemente fue aludido por Chávez, en llamado al trabajo productivo. Y María Corina más seria que nunca. A media presentación del mensaje solo algún cambio de posición corporal acusaba su presencia. Pero hubo un momento que extremó su impavidez.
Fue cuando Chávez, interpretando una excelente ocasión para el desafío político, exigió ponerse de pie a quien pretenda achacarle los muertos producto de la acción delincuencial. Fue un “que arrojen la primera piedra”. Y en una analogía cristiana de mil veces en la historia de la humanidad, ninguno de los sesenta y cinco diputados opositores ni se puso de pie, ni arrojó la primera piedra. Ahora María Corina mucho menos sonreía.