“Gracias al señor, que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.”
Así, con contundencia y “notoria originalidad”, respondió la señora a su interlocutor, mientras intercambiaban sesudas opiniones sobre el “nefasto” gobierno chavista.
Antes hablaron de las bondades de sus camionetas, ambas de esas enormes que casi no caben en las calles y cuestan más que la casa de uno.
A hablar mal del gobierno les llevó, cuando el encargado de la venta e instalación de neumáticos donde se hallaban, les informó el precio de los que usan sus vehículos, enormes, no sujetos a regulación alguna, tal como a ellos gusta “para que la economía fluya y haya bienestar”.
Esta vez olvidaron sus teorías económicas y culparon al gobierno de permitir que estuviesen sufriendo tal atropello y agresión, ellos y sus templos rodantes.
“Gracias a Dios que pronto saldremos de esta pesadilla”.
La señora dijo aquello, mientras presurosa se persignaba, sin mortificarse por haber metido al Señor en asunto tan baladí y tratándose de algo que atañía a pecados capitales como exhibicionismo, derroche o falta de humildad cristiana. En su santísima bondad espera que Dios de ellos se apiade y, con nuevo gobierno, “los cauchos se pongan más baratos.”
De metiche, corriendo el riesgo me “patotearan”, pues hasta el encargado del negocio era de la partida, pues según él la política oficial que todo lo controla, aunque no dijo qué, provocó que ahora en enero sus mercancías subieran de precio, me atreví preguntarle a la señora con cuidadosa humildad:
“¿A cuál pesadilla se refiere?”
Pregunté mientras observé meticulosamente su atuendo, todos los enseres y joyas que portaba, pese la inseguridad por ella misma resaltada; finalmente miré e hice que mirase hacia su rutilante vehículo.
“¿A cuál va ser señor? ¿Acaso no vive usted en este país?
Se explayó a hablar a voz en cuello que “estamos en una dictadura donde ni siquiera hablar se puede”. Aseguró que en cada esquina un chavista escucha lo que sus adversarios dicen para meterles en una especie de nueva lista de Tascón, luego humillarles y detenerles.
Se quejó de de la falta de aceite.
“Por ninguna parte se consigue, menos mal que en casa compramos de oliva virgen por cajas en Margarita, pues el corriente mal nos hace.”
¿Qué tan mal vive la señora? ¿En un rancho que pende de la ladera de un cerro? ¿Con ingresos debajo del salario mínimo? ¿Su familia no ingiere los alimentos necesarios? ¿Le han salido callos y juanetes de tanto caminar de arriba abajo?
Porque siendo así le compadezco y hasta comprendo su pésimo estado de ánimo.
“Se equivoca señor, no soy lo que usted piensa”. Respondió con arrogancia y me echó en cara su clase, bienestar, bonanza en que ella y los suyos viven.
“Para que lo sepa”, esta vez al empezar hablar me manoteó la cara, “la pensión del seguro social que cobro porque es ley y mi marido canceló de un “cimborriazo” las cuotas requeridas, la uso para comprar chucherías en Miami y en Orlando.”
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