A propósito de un artículo de este sujeto
Tú no has sido, ni eres ni podrías ser nunca venezolano, Ramón. Tú naciste por accidente aquí, lo cual no es lo mismo. Si tú fueras en realidad venezolano, si te sintieras como tal, no estarías promoviendo un programa de gobierno que, como lo sabes muy bien, significaría la inevitable y catastrófica destrucción del país y de su pueblo. Y eso no puede ser propio de un venezolano digno, de un venezolano que se sienta hijo legítimo de esta patria inigualable. Porque ese es tu drama, Ramón. Tu drama consiste en que no estás satisfecho contigo mismo. En que no estando contento con lo que eres, tampoco puedes ser lo que hubieras querido ser. O mejor dicho, en que habiendo nacido aquí, hubieras deseado haberlo hecho en “la gran nación del norte”. Pero allá, como a la cuerda de pitiyanquis y arrastraos que se babean cuando oyen el himno de esa nación, no te quieren. Te utilizan, te soportan hasta cuando puedas serles útil, pero no te quieren, porque para ellos en el fondo no eres otra cosa que un despreciable espalda mojada más, como son todos los latinos que, carentes de dignidad y de amor propio, se postran a los pies del amo poderoso.
Por eso es, Ramón, que no eres venezolano, y al no serlo, ni ser tampoco norteamericano, careces por tanto de una nacionalidad definida y también de una bandera. Lo que en este sentido te hace estar como en una especie de limbo, es decir, como en la nada, donde únicamente están los que son solo eso, nada. Porque eso son los que como tú no tienen bandera. Ya que esa a la que le rindes culto y veneras…¡oh desgracia!, no es la tuya ni lo podrá ser jamás, lo cual te convierte en una persona sin patria, o mejor dicho, en un apátrida. Y no hay nada que puedas hacer por remediar esta deplorable situación. Porque, ni siquiera regalándoles servilmente el país, como junto con otros degenerados iguales a ti tratas de hacerlo, podrías cambiar tu lastimosa situación, es decir, que jamás podrías ser uno de ellos. Y eso, por mucho que servilmente te esmeres en agradarlos, en halagarlos, en obsequiarles el país como miserablemente tratas de hacerlo. Porque esa es la verdad, quieres regalarles el país sin esperar a cambio más que una sonrisa y una palmadita, que para ti, infeliz al fin, las considerarías como la mejor de las recompensas.
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