El matrimonio puntofijista entre los gobiernos democráticos anticomunistas que garantizaban los derechos del individuo sobre la mayoría, y la empresa privada “la única que produce empleo y verdadera riqueza”, duró 50 años. Una Venezuela agraria abandonada se volvió un país urbano y desastroso, que salió de la pobreza para llegar a la miseria. El colesterol petrolero obstruyó las arterias de la nueva rica clase dirigente, le taponó el cerebro, la vista y el oído, no la dejó ver los campos llenos de ausencia, los barrios llenos de pobres y las ciudades llenas de barrios. No la dejó entender que es casi imposible acumular capital sin injusticia, y que la riqueza injusta produce al delincuente.
Al principio los perros ovejeros controlaban a los lobos, una policía ineficiente era suficiente. Los ricos y su prensa comentaban con divertida benevolencia los primeros pasos de los famosos de la mala vida, los traspiés de un “Petróleo Crudo”, los tropezones de un Inquieto Anacobero, el tap del nunca bien ponderado artista y atracador Alfredo Alvarado, El Rey del Joropo.
DE MALOS A MALVADOS
Chávez todavía era un desconocido oficial que buscaba por el llano las huellas de Bolívar y Maisanta, y ya había tanto hierro en las rejas de Caracas, me decía un taxista en los 80, “como para pagar la deuda externa”. Porque la explosión demográfica todo lo salpica: nuestras escuelas y liceos se volvieron, según la UNESCO, las penúltimas del mundo; nuestras universidades las últimas, y la educación entera, declaraba entonces un Ministro, “una estafa”.
La violencia policial, inspirada en Betancourt, el Presidente que mató más gente (“disparen primero y averigüen después”) pasó del tortol a la picana eléctrica (“el cable pelado entre los dientes, en el ano o la vagina” enseñaba Dan Mitrione del USAID), porque sólo estaba permitido ser ladrón o asesino cuando se era funcionario o Presidente. Para los demás, la muerte o la cárcel que, por más larga, a veces es más fuerte.
La gente decente, a robarse los de PDVSA, de Fogade o el tesoro de los bancos, descarada e impunemente. Los niños cada vez más flacos, los hospitales en el suelo. Vino el viernes negro y la inflación se llevó la última esperanza.
Los jóvenes delincuentes se tornaron criminales, con el “para morir nacimos” y se calzaron los zapatos de la muerte. En el barrio la negra fama de asesino era mejor que la infamia de morir callado. La lucha de clases, que no siempre existe como la imaginan, transformó la humillación en odio: “no sólo es tu dinero, sino tu sonrisa, tu vida, y tu alegría lo que quiero”. La crueldad, la saña, la inexplicable y obscena violencia del malandro, su única manera de ser superior a la vulgaridad profesional del policía. Los pobres, la mayoría de la población, fueron declarados sospechosos y carne de redada.
TODOS ARMADOS CONTRA TODOS
La solución, declaró el Estado, era que los ricos se armaran. Por primera vez funcionó IPOSTEL: uno compraba el arma, enviaba los formularios y “el porte” le llegaba por correo. Medio millón de civiles ingresaron al gran polígono Venezuela, agujereando señales de tránsito para indicar hacia donde nos llevaba la Venezuela Saudita, mientras la televisión enlatada enseñaba a los niños la efectividad de la violencia. Los “analistas” explicaban que tener que defenderse era el precio inevitable del éxito en la vida. El mundo era así y no había remedio. Pero entonces llegó Chávez…y tuvo la culpa de todo.
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