Esta mañana tuve la oportunidad de presenciar una discusión política entre una señora, vendedora ambulante, y un señor trajeado de flux en pleno Boulevard de Sabana Grande. Ella con una tipología mestiza, propia de la mayoría de los venezolanos, y el señor, de rasgos europeos, también venezolano. Bueno, eso creo. Al menos tenía el acento caraqueño.
Todo ocurrió cuando venía caminando por el boulevard, y de pronto, veo un grupo de gente agrupada en el medio del pasillo, entre las tiendas del comercio ambulante y los locales comerciales. Al principio pensé que se trataba de las personas incautas que se detienen alrededor de los tahúres de la chapita escondida bajo tres cáscaras. Pero no era eso. Pronto pude avistar por encima de las cabezas, que se trataba de dos personas discutiendo. Un señor, un poco acalorado, y una señora, con rostro de indignación, pero hablando en un tono más pausado que éste.
Como no podía seguir mi camino, al menos que diera un vueltón, me tocó escuchar parte de la controversia. Voy a compartir con ustedes, estimados lectores, más o menos lo que recuerdo. No conozco las personas. No sé sus nombres. Pero, conforme al tema que discutían, creo que le asienta bien llamarlos Chavela a la señora, y Globomiro al señor. Cojan palco:
Globomiro: Claro ustedes están felices porque Chávez les deja hacer lo que les da la gana.
—No señor, eso no es así —dijo Chavela—. Nosotros estamos aquí por necesidad.
—Sí. Pero yo también tengo derecho a caminar sin tropezarme—replicó Globomiro.
—Está bien señor, pero yo necesito alimentar a mis hijos, comprar medicinas y educar a mis hijos. Y además —continúa Chavela—, usted debe saber que hay derechos que están por encima de otros.
—Claro, que lo sé —dijo Globomiro—, no soy bruto. Pero no se supone que su presidente ya resolvió los problemas de alimentación, salud y educación —agregó atropelladamente.
—Disculpe, disculpe —lo interrumpe Chavela— No es como usted lo dice. Sí se ha hecho bastante. No salgo de mi asombro. Pero las revoluciones no duran siete, diez, ni veinte años. Y mucho menos cuando tienen enemigos como usted, que lo que hacen es criticar y no ayudan en nada.
—Se equivoca señora —saltó Globomiro—. Yo trabajo todos los días para serle útil a mi país. No soy un flojo como ustedes.
—¿¡Flojos!?...¿Acaso, no nos ve trabajando? —pregunta Chavela.
—Bueno está bien —responde Globomiro—. Pero no me va a negar que por aquí hay mucho flojo que no quiere superarse, y hay que estarle regalando todo.
—Señor, no les diga flojos —sugiere ella en tono pausado—. No hay personas flojas. Hay personas desmotivadas. Y tampoco se les regala nada señor. Las necesidades básicas son un derecho humano.
—Llámele como quiera —apuntó Globomiro—.
—Como quiera no —insistió ella—. A las cosas hay que llamarlas por su nombre.
—¡Ah, sí!... Entonces, según usted, Chávez tampoco le está regalando nuestro petróleo a los demás países —replica Globomiro.
—Qué demás países ni que nada —responde Chavela—. ¿Usted no sabe que Latinoamérica es una sola nación? ¿Usted no sabe que los gringos nos dividieron para saquear nuestras riquezas?
—¡Señora!..., está hablando igualito que Chávez. ¡Le lavaron el cerebro! —respondió él—. Abra los ojos. Chávez no los quiere a ustedes. Él está millonario. ¿No ve el flux que tiene? ¿Por qué él no se viste como ustedes? ¿Ah, ah?
—¡Pero señor!... ¿Usted no sabe que él es un militar? —pregunta Chavela con asombro—. Él sabe de guerra. Nosotros estamos en una guerra de baja intensidad, señor. Por supuesto que a él no le gusta usar un traje clasista. El Presidente sólo lo usa como un uniforme de camuflaje.
—¡Señora!... ¡usted si que enreda las cosas! —dijo Globomiro con asombro.
—No, no, señor —vuelve Chavela—. Lo que pasa es que usted seguro que se la pasa pegado a Globovisión, y sale todos los días a repetir como un lorito lo que le dicen los ricos. ¿Usted cree que un ricachón le va a decir a usted la verdad? ¿Cuántas veces le ha mentido el dueño de la empresa donde usted trabaja?
—¡Ah no! No me cambie el tema —dice Globomiro, ya de capa caída—. No me voy a quedar aquí discutiendo toda la mañana con usted. Yo lo que sí sé, es que Chávez sembró el odio. Y no me lo vaya a negar.
—¿Por qué lo dice? —pregunta Chavela—. ¿Es que usted antes nos quería a nosotros, y a ahora no nos quiere?
—¡No, no!. No es eso... Bueno..., no sé, no sé..., a mi no me gusta ese señor.