Yo había oído, allá en mis primeros años, historias fantásticas sobre el mar. Como todos los muchachos del barrio "Las Palomas" de Cumanà, escuché de los Rondón, del "Indio" y sus cuatro hijos varones, en el atracadero del río, una historia parecida, a la que años más tarde leí de Hemingway en "El viejo y el mar". Una mantarraya gigantesca prendida a sus anzuelos, les correteó más de doscientos días con sus respectivas noches; mientras el resto de la familia celebró rituales de muerte, hasta la tarde misma en que aparecieron sonrientes a bordo del peñero en la desembocadura del viejo Manzanares.
También me hablaron de las apariciones nocturnas en las playas de un extraño personaje a quien llamaron "el abuelito del mar". Aquel Neptuno tropical era descrito como un anciano dulce y generoso. Por eso, cuando le vi a él, al periodista venido de Caracas, emerger de la oscuridad y acercarse a nosotros en el malecón de "La playa" en Río Caribe, después de la sorpresa, me sentí alegre y pueril y le dije, ¡ hola abuelito del mar ! Estaba finalizando la década del noventa; las esperanzas, sueños juveniles de un país luminoso y un pueblo que hablase en plural y pudiese prodigar toda su ternura, parecían truncados.
Llevaba el pelo blanco y largo, unas gafas negras de pasta; chaqueta gris, para las noches frías, que le llegaba casi hasta las rodillas, con unos bolsillos enormes a cuyas tapas asomaban cangrejos y pececitos de plástico.
Era una noche fresca. La oscuridad en " La Playa" se hizo más intensa con el apagón que, por segundo día consecutivo, la empresa eléctrica “ofrecía a manera de homenaje a San Miguel y como generosa contribución a las fiestas”. Detrás del abuelo, quien apareció como viniendo del pueblo, se insinuaban las casas y todo un ambiente tranquilo con acentuados rasgos del pasado.
Parecía el mismo pueblo de cuando las crecidas furiosas del Nivaldo, cuyas aguas penetraban violentas en las entrañas del mar y se regocijaban lanzando ramilletes de espuma. Aquel de cuando los viejos trinitarios, aprendices de brujos, le inventaron partida de nacimiento a ese refrescante brebaje llamado "mabí" y las playeras con maras repletas de pescado encaramadas en la cabeza, recorrían sus calles de un extremo a otro.
Y él, que salió de la oscuridad, parecido al abuelito del mar, en el momento mismo que el apagón enmudeció la orquesta que amenizaba la fiesta del hotel del pueblo, comenzó a hablarnos de los grandes barcos que atracaban en "la Playa" para recoger café y cacao que luego llevarían a Europa. Y de los enormes depósitos de allá enfrente, de la larga hilera de negocios, de la antigua prosperidad del pueblo, de su primer y único diario. Culpó al petróleo y a dioses violentos y malvados, de elevada estatura y piel blanca, de estropearlo todo.
Y disertó como los profetas. Habló de fuerzas extrañas e intangibles que, como los duendes, lo trastocan todo, mueven de aquí para allá cuanto se ponga a su alcance, esconden los zapatos, las llaves, los relojes y todas las cosas del abuelo.
De los grandes bolsillos de su chaqueta gris extrajo unos libros viejísimos con portadas enmohecidas, pero aún olorosos a tinta, que hablaban de vientos huracanados y movimientos sísmicos con epicentros en regiones desconocidas. Mencionó Vietnám, Afganistán, Corea y la Cochinchina.
¿Y nosotros abuelo?, pude interrogarlo cuando hizo una pausa larga. ¿No habrá manera de juntar nuestras partes, pegar este cuerpo descuartizado y flotar ahora que la fuerza del viento apunta hacia nosotros?
Retomó la palabra y con voz recia habló del movimiento de los astros y de la esfericidad del planeta. Al final nos dijo que era enemigo de las iglesias, de los sacerdotes y hasta de la feligresía y juró por sus dioses.
Reclamo mi derecho, habló con gritería, y el derecho de cada quien a andar por allí, por las calles solitarias, a cualquier hora, con la radio apagada y pegada a la oreja, hablando de la vida en el más allá y anunciando el momento en que los astros habrán de cruzarse y aparecerá el mismo número en todas las loterías y emergerá del fondo de la tierra fangosa lo anunciado en los papiros estos, escritos en lengua incomprensible para los contaminados.
Le interrumpí y de nuevo pregunté ¿y nuestra hambre ancestral, la famélica cola de hombres sin empleo, los debates políticos pedestres y este acercarse al precipicio y toda esta angustia que nos devora?
No hay nada más feo y engañoso que esto que uno ve y toca y siente palpitar. Todo está escrito.
Dijo eso bajando la voz, mientras como con angustia miraba a todos lados. Al callar, empezó a disolverse en la oscuridad.