La revolución bolivariana ha dejado colar entre sus filas “arroceros” que cambiaron de color, así como hacen los empresarios que condimentan el arroz para acapararlo y no vender el subsidiado, disfraz que distorsiona el sabor, color y apariencia para engañar a un pueblo que va quedando con la carne mechada. Quienes han probado el mal sabor, amargura y desgracia tragando saliva gruesa, saben cuando un arroz se está poniendo malo, cuando está picado y sirve para los pollos o cuando se puede hacer bebida con él.
Todavía existen autómatas que solo visten el cuerpo y dejan desnudo el cerebro sin conciencia histórica, para ver en el tiempo el mensaje de un triste episodio llamado “caracazo”, donde no solo faltó el arroz, sino el ingrediente completo del pabellón, en una carnicería asesina contra el pueblo que saqueó necesariamente el producto, pero no al productor que previamente lo saqueaba. Todavía existen revolucionarios arroceros que visualizan con el “revolucionómetro” cuestionador, a quien se viste de rojo por gusto propio, sin pregonar la publicidad colada como arrocera de algún politiquero barato que se enquistó en la revolución.
El arroz lo quieren manchar de rojo quienes lo acaparan, sueñan y promueven tiempos de involución, para ver correr a un pueblo detrás de la alienada mercancía y, justificar en ella, el cambio abrupto de un proceso pacifico en marcha. Aunque el arroz sea blanco, el corazón es rojo, los desean no preñan, ni el arroz se convierte en chicha por si solo, el pueblo comprendió la nefasta lección aprendida con la conciencia del sacudón, hoy día presente en las mentes de los arroceros que la promueven.