“El intrépido violador” se fugó y ha dejado a manera de enigma una cartita que encontró Jacinto. Y el Nuncio le anunció a los medios que il caro bambino ya no anda por aquí. Jacinto se come las uñas tratando de revolver todo para contaminar las evidencias dejadas por su adorado tormento. Lo de adorado es por el aprecio que le debe a su protegido y lo de tormento es por los angustiosos pensamientos que debió producirle el tener al estudiante estuprador en su propia morada. Vade retro Nixón, no me vas a provocar. Imagínese usted.
Cuando proclamó la huida, la cara de Jacinto era todo un poema. Esos ojos tristones, ese rictus en la comisura de los labios, ese pesar por la contradicción entre los anhelos personales y las “decisiones políticas” para armar un nuevo escándalo. Toda una postura con apariencia piadosa para los incautos. Y casi de inmediato, el desfile de sotanas envanecidas, rigurosas, bajo las cuales se aglomeran mil infamias para conformar un ente parlante que niega a cada paso la palabra de Dios.
En las orillas de los alcantarillados mediáticos, se alborotan las chenchenas palangristas al percibir que se acerca una nueva ribazón de mierda. El show empieza con los derechos humanos, que no le pase nada a ese muchacho, es un perseguido político, es el alma mater hecho carne dice Scharifker, es la carne que necesita mi alma piensa una bruja infofrénica, micrófono en mano.
Pasa el tiempo y el Nuncio no quiere que el CICPC “viole su sagrado recinto” para recolectar evidencias dejadas por el “intrépido violador”. Lava aquí y lava allá, no sea que hallen fluidos corporales que no vienen al caso, vellos entrelazados de distintos dueños. Te pido Señor, te lo ruego Señor ¡Fuera Satanás! Ahora la nunciatura es un laberinto donde se esconde alguna pista pasada por alto, un detalle inadvertido, un adminículo olvidado. Flagelarse pensando que el horror mediático se vuelva en contra está acabando con su queratina ungular. Baltasar, ayúdame Baltasar. Esto no es lo mismo que en Panamá, Baltasar. Cuántas locuras, Baltasar.
Porras lo oye ensimismado. Piensa que Jacinto parece pendejo. Ahora tiene miedo después que mató al tigre o el tigre lo mató a él. Provoca mandarlo a la porra. Nixón le trae recuerdos de su juventud, de sus locuras por allá en los llanos, de sus andanzas y concupiscencias escondidas en su entonces recién estrenada sotana, de su salida a hurtadillas por escándalos embarazosos para la feligresía pero no para El Vaticano.
Casi no oye al alocado Berlocco al otro lado de la línea. ¡Coño…a una policía! ¡Tu si eres arrecho, carajito! A mí nunca se me hubiese ocurrido. Y vuelve a la bocina. Cálmate ver…locco, cíñete al guión. Ya llegó, aquí lo tenemos.
En alguna parte de la ciudad, enratonado y atiborrándose de arroz chino, “el chigüirito” piensa que es más fácil graduarse asilado en la Nunciatura que en la Universidad. Aspira, con una lumpia humeante entre los dedos, a su título instantáneo.
Jacinto, que está triste, deja la habitación del licencioso licenciado acomodadita, aséptica, por si acaso llega alguien a quien pueda mostrarse tal cual es, sin el camuflaje de códigos eclesiásticos.
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