Proyecto civilizatorio, higiene y plusvalía ideológica: una cruzada contra el sentido común
ó: de por qué las feministas anti-capitalistas criticamos el uso indiscriminado de toallas sanitarias
"La vida moderna tiene mas de moderna que de vida"
Mafalda
En el capitalismo, los hábitos cotidianos están condicionados por la lógica del consumo. Los habitantes de las ciudades acceden a los bienes y artículos que sustentan su día a día -prácticamente de manera exclusiva- a través del mercado. Los ciudadanos comúnmente asumen ese acceso al mercado como un derecho inalienable y en ese sentido el bien en sí mismo se convierte también en un objeto de su libertad, asociada a un estilo de vida institucionalizado como el más evolucionado en relación a otros que son comprendidos como previos o primitivos. Se quiere aquí visibilizar que las condiciones materiales de nuestra existencia son fundamentalmente históricas y que la técnica desarrollada por los humanos obedece a sus intereses, que pueden ser de naturaleza bélica, imperial, colonial etc. y no irrestrictamente sinónimo de “progreso”. En este orden de ideas, las tecnologías que permean nuestro estilo de vida civilizado tienen por razón de ser perpetuar la lógica civilizatoria y evidenciarla a través del sentido común como un derecho humano, es decir, una garantía de la libertad.
Pero este modo de producción capitalista no solo produce bienes de consumo, sobre todo genera desechos. Absolutamente todas las cosas creadas por el capitalismo en su fase contemporánea están destinadas a ser basura. No solo es un costo, es una necesidad del sistema para perpetuarse porque si las cosas no caducan, se dejan de comprar y el mercado se paraliza. En este sentido, las ciudades se han ordenado en función de este metabolismo. Existe una relación entre el ordenamiento de las ciudades y la disposición de los desechos como práctica pública y por ende, cívica. Haciendo un ejercicio de memoria rápida que no necesariamente implica vastos conocimientos enciclopédicos, sino más bien, acudiendo a los lugares comunes representados en varias producciones audiovisuales contextualizadas en las décadas previas a la Revolución Industrial, podemos fácilmente hacernos una idea de cómo era la vida en los asentamientos sociales previos a los procesos de urbanización de las primeras ciudades industrializadas: alta polución en las calles consecuencia de la acumulación de desechos en la vía pública, contaminación de las aguas precariamente potables, lo que trajo por consecuencia la proliferación de epidemias y el incremento de las tasas de mortalidad. La necesidad de garantizar la salud pública surge en un contexto histórico particular, y la respuesta o solución aplicada es igualmente histórica. Nos referimos específicamente al proceso urbanizador que permitió la aplicación de tecnologías más eficientes para la creación de acueductos tanto de aguas potables como servidas y la disposición espacial de los desechos, ahora expulsados de la vida citadina cotidiana: no es casual que los basureros y las cárceles estén ubicados hacia “las afueras” de las ciudades formales.
Esta escisión del humano con respecto a sus propios desechos, logró enajenarnos de estos: en la medida en que no somos conscientes del espacio que ocupan y del elevado costo medioambiental que significa sostener la dinámica propia del estilo de vida moderno de las ciudades, justificado por una racionalidad que considera que así como estamos, este orden de las cosas, es una fase superior y mejor, y cuestionarla sería igual a contradecir que la tierra gira alrededor del sol. Y que no se nos escape alguna referencia a Copérnico, tildado de loco en su momento por la misma afirmación.
Este tratamiento del desecho en el espacio público pronto va a trasladarse hacia el espacio de lo doméstico: se trata de la institución de lo higiénico como una práctica indisociable del proyecto civilizatorio moderno. A propósito de ello, existen productos que esencialmente constituyen por sí mismos la idea del desecho: me refiero a los llamados artículos de higiene. Existe un vasto mercado destinado a higienizar los cuerpos, se trata de un control disciplinario sobre ellos. Sin embargo el ciudadano común consume “porque quiere” o “porque lo decide”, siente satisfacción al hacerlo y cuando no logra acceder a estos productos hay profundo descontento, sensación de la vecindad de un retroceso, probablemente culpa de los comunistas.
Corresponde reconocer que existen unas prácticas higiénicas mínimas que están directamente relacionadas con procesos biológicos vitales, es una perogrullada decirlo. Lo que no resulta tan evidente, quizá, es que esas prácticas no dejan de estar estrechamente vinculadas a la cultura de un grupo particular, a sus circunstancias históricas y sus condiciones materiales. Dicho de otra forma, el modo de producción de las sociedades capitalistas sí va a determinar y muchas veces condicionar qué se entiende por “primera necesidad” y luego qué es reconocido como artículos, bienes, productos o servicios dirigidos a satisfacerlas. El uso generalizado de papel higiénico, por ejemplo, depende de un sistema de explotación de la naturaleza para obtener la materia prima, de un procesamiento industrial de la misma y de una forma de distribución que a su vez, depende de la existencia de establecimientos comerciales y más ampliamente, de la existencia del mercado. El lector probablemente se alarme y quiera entonces preguntarme si acaso estoy sugiriendo que de ahora en adelante no usemos papel higiénico. Diría que no estaría de más al menos cuestionar esos niveles de alarma que se disparan cada vez que alguien advierte la necesidad de buscar alternativas a nuestro insostenible estilo de vida.
Me interesa a partir de este punto decantar en lo que he señalado antes como la temática titular de mi reflexión: el uso de las toallas femeninas. El origen de estas data de la Segunda Guerra Mundial. Un grupo de enfermeras notaron que cierto tipo de algodón era especialmente eficiente para absorber la sangre y limpiar las heridas e impulsaron su empleo como materia prima para la elaboración de las hoy globalmente conocidas toallas sanitarias-femeninas. Esta “revolución” básicamente significaba una cosa: lo que antes debía lavarse y reutilizarse ahora podía simplemente desecharse. Lavar y reutilizar quedaron marcados en el imaginario “moderno” como cuestiones primitivas, un lastre innecesario a la luz de los progresos tecnológicos y científicos. Lo desechable implicaba un ahorro del tiempo -que como sabemos es un elemento central en la racionalidad moderna- y fue compaginado con la explicación de que lo desechable resultaba “más higiénico”.
Se crea de esta manera un producto que busca satisfacer una “necesidad biológica de primer orden”, fusionando y diluyendo en un solo contenido un estilo de vida moderno y ciertas funciones biológicas, naturales al cuerpo.
Desde el comienzo, el marketing que envolvía la toalla sanitaria-femenina estuvo dirigido a vender no solo una comodidad (porque se trata de eso, de una comodidad, no de una necesidad básica) sino también el perfil de la mujer moderna, la mujer que trabaja y “necesita” (¿para ella o para el sistema capitalista?) disponer más de su tiempo.
La marca en definitiva sirve para ocultar una contradicción material, es intrínsecamente de carácter ideológico, funciona para hacer creer al consumidor que es libre de escoger entre una variedad de empaques, no de productos, y sobre todo, no le invita a cuestionar el sentido y la utilidad del producto mismo. Las marcas funcionan como dispositivos encantadores, nos mantienen distraídos del verdadero debate existencial: lograr trascender esta impuesta condición de consumidores. Las masas que atienden los centros comerciales perciben mermada su libertad y sus derechos humanos cuando no consiguen en los anaqueles varias marcas de lo mismo. No reparan en que sus vidas están controladas por las grandes transnacionales que los fabrican y colocan en las estanterías. Borreguilmente, se sienten atacados cuando el “Mercado/Estado” -una instancia difusa que se diluye en las aguas poco profundas del entendimiento opinático de revista de domingo- no abastece los productos que son de “primera necesidad”.
Al hecho material (producción incesante de basura), es necesario añadir la plusvalía ideológica resultante de todo este proceso. Existe una vasta industria detrás de esta “necesidad” de las mujeres de mantenerse “limpias”, de sentirse tranquilas y seguras, libres. Vemos cómo se repite el eslogan de la libertad fundada en el deseo y en la posibilidad de consumo, pero además, hay un condicionamiento de corte sexista y biologicista, porque sólo las mujeres “padecen” ese momento de “menos libertad” que puede subsanarse consumiendo cosas “que te ayudan a mantenerte fresca y como recién bañada todo el día”. Necesitas de algún apoyo externo a ti para sentirte más segura y confiada ante la vida, y especialmente para convertir la “suciedad” del sangrado en un proceso aséptico y de eufemístico color azul, y para eso está la empresa que fabrica no solo los tampones sino también, las subjetividades en torno a la propia menstruación.
La toalla sanitaria-femenina logró posicionarse como sinónimo de higiene, de control del mal olor, retención del “desecho” que es la sangre menstrual. Funciona este producto no solo para cubrir una necesidad inventada por él mismo, también para prescribir una postura avalada por el sentido común que comprende la sangre menstrual de la mujer como un desecho, equiparable a la orina y al excremento.
Avanzando varias décadas hasta llegar a las actuales ofertas de toallas sanitarias-femeninas, la situación no es demasiado diferente a sus comienzos. Cualquier publicidad de cualquier marca de toallas femeninas-sanitarias estará enfocada en asegurar que garantiza frescura, vitalidad, libertad, son aliadas del buen ánimo y cómplices del día a día. No usarlas, aparentemente, implicaría todo lo contrario. Son eficientes para retener el líquido vergonzoso, evitando manchas, porque la sangre menstrual debe mantenerse oculta, debe ocasionar pudor y descuidarse al respecto es visto como una cuestión antihigiénica.
Las imágenes, los slogans, las vitrinas: un incesante repiqueteo que repite una y otra vez lo mismo. Absolutamente todos los mensajes que van dirigidos a las mujeres desde la industria cultural publicitaria de las marcas se encargan de comunicar que siempre habrá alguna cosa que te ayude a mejorar, a estar más cómoda, más fresca, más joven, más bella. Una identidad repleta de aplicaciones, de complementos. Todos los rituales de la feminidad prescrita por el capitalismo están atravesados por una serie de cosas que engordan el fajo de los desechos no biodegradables, principalmente derivados del plástico y por tanto, del petróleo. La pugna no es sólo por el sentido de la mismísima feminidad, se trata también de una lucha por visibilizar los límites medioambientales del capitalismo y la insostenibilidad del estilo de vida de las ciudades modernas, mantenido por una compleja red de subjetividades que reproducen la lógica del sistema.