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Aprovecho un instante sin nada que hacer para hacer nada: me tomo una selfie. Fotografía de alguien que se fotografía, espejo congelado, imagen del Yo tomada por uno para uso del mismo; concreción petrificada de Narciso, la selfie detiene el fugaz instante en que no pasa nada, pues selfie centrada en algo que no es selfie es vulgar fotografía.
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Sucesivas y falsas estrategias de comunicación me llevan iremisiblemente a la selfie. La presencia del otro o ante el otro, que es comprometedora, fue sustituida por el teléfono, que puede ser ignorado o colgado, y éste por el correo electrónico, cuya respuesta puede ser postergada u omitida, y éste por las redes sociales, que son de todo menos sociales pues mienten que reenviar un saludo, una imagen, un chisme casi siempre confeccionado por ausentes es comunicarse. Con la selfie culminan los subterfugios para evitar el contacto con el otro, mediante el recurso de borrarlo. La selfie sólo admite la compañía como accesorio del autofotografiado: he allí otro que sólo existe porque junto a mi estuvo; no es un sujeto, sino un entorno del yo. Los demás están de más.
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La encuesta Enjuve 2013 revela que el pasatiempo favorito de los jóvenes venezolanos es la fotografía. Seguramente ello resulta del auge del teléfono celular con cámara, el cual facilita la aberración de la época, la imagen del yo tomada por uno mismo. Así el celular, instrumento de intrusión con los terceros, deviene maquinaria de exclusión, vehículo del no mensaje donde emisor y receptor se confunden. Caemos así en el agujero negro del sistema contemporáneo de comunicación: mientras que éste supone la existencia de un emisor y un receptor, en el mundo selfie son ambos la misma y única persona. No hay ni siquiera la comunicación de un estrato profundo con la superficie o viceversa: la selfie es toda superficie.
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Allí está, para allá íbamos, no queríamos otra cosa que comunicarnos excluyendo a los otros, suplantar a los demás con un uno con el cual es imposible comunicarse. Oprimo el botón de la cámara que dispara la
selfie. La selfie permite rebajar el cosmos a accesorio. Se podría asimismo prescindir de la imagen del yo, que no aporta novedad, por la imagen de la cámara misma en el acto de tomarse una imagen que no
revela otra cosa que la imagen de la imagen.
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Con la selfie borro todos los subterfugios para no comunicar con el otro, mediante el recurso de borrarlo. En la selfie sólo admito al tercero por su relación conmigo; todo sujeto es reducido a objeto o adjetivo o apéndice del yo. Ya la técnica nos ofrece esa fotografía de la voz llamada grabación; podría también brindarnos otra del olor, o la selfie tridimensional del clon. Pero no busco con la selfie la intensificación sino la atenuación: me reduzco a imagen inmóvil, sin espesor, sin devenir: al omitir el contacto con lo que la rodea, la selfie es el yo desprovisto de los atributos de la existencia.
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Pensemos entonces un mundo habitado por selfies a las que no hay que contestar porque no plantean preguntas. Como las mónadas de Leibniz, puede cada una ignorar a las otras. Así como una selfie es tomada por uno mismo, nada puede comunicar a nadie que no sea uno mismo, a quien niega todo lo que no sea un instante y una superficie. Cuando por fin logremos la selfie del mundo, éste será perfecto, porque habrá
desaparecido.