-¿Y para qué quiere Chávez sacar los restos de Bolívar?- preguntó él, con cierta dosis de ironía.
-Y si fue envenenado ¿qué hará después? ¿acaso desenterrar también al que lo mató y meterlo de una vez preso?- intervino con sorna la esposa del primero.
Ese intercambio de opiniones fue cierto. Muy cierto. Lamentablemente cierto. Apátridamente cierto. Aunque habíamos decidido enterrar ese capítulo a fin de que no nos afectara más allá de una decepcionante y justificada rabieta, revivió en cuestión de horas; revivió el viernes pasado en la mañana cuando supimos del histórico momento en que fueron mostrados al mundo los restos de Simón Bolívar. Y revivió con tristeza, porque entre quienes protagonizaron el diálogo que encabeza esta nota muy poco o nada les habría causado –supongo- el histórico momento de este 16 de julio en horas de la madrugada dentro del Panteón Nacional.
A mí sí, y como a mí, a miles. A millones tal vez, no sólo en Venezuela sino en otras latitudes. Observar vía televisión la estructura ósea que se supone sea la del Libertador, implicó de un inaguantable arranque la inundación melancólica de unos ojos que desde siempre han estado para ver las injusticias aplicadas desde el poder miserable; para ver igualmente dónde están los granitos de arena que se puedan poner como modelos de combate a aplicar en pro de alcanzar la igualdad al costo que sea.
También lloré. Lo confieso sin rubor. Fueron lágrimas de emoción, de alegría, de compromiso y también de molestia; de molestia porque sólo el respeto al ser humano me lleva a consentir que aún haya confundidos que además de ser incrédulos no muestren disposición a modificar su actitud y peor aún, que sirvan como surtidor de desesperanzas y desaliento entre otros igualmente enredados.
Pero acá permanecemos Padre heroico, tus hijos todos dispuestos a no cesar en la pelea para demostrar que no araste en el mar; que aunque son duros y anchos los horizontes de la contrarrevolución, también son tenaces e insistentes nuestros sueños porfiados a favor de las mayorías. ¡Hasta la victoria siempre! Padre redentor.
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