Como a las seis de la mañana me llaman por teléfono para decirme: "la cosa va en serio, pues está hablando por la televisión el comandante Hugo Chávez". Enciendo el televisor y veo en efecto a Chávez, leyendo unos papeles y detrás de él unas letreros en colores negros y rojos en los que se mencionan al movimiento MBR-200.
Me pregunto si es que al gobierno lo han derrocado; ¿dónde se encontrará el Presidente Pérez? ¿Habrá cogido otra vez para Venevisión?
Luego de pasar este mensaje se escucha el Himno Nacional ilustrado con imágenes de nuestra espectacular naturaleza: nuestros mares, el Salto Ángel, los picos nevados de Mérida...
Daba la impresión, en realidad de estar iniciando un nuevo régimen y una "nueva época".
Pensaba que probablemente el gobierno había caído casi sin disparar, pues Chávez en su mensaje decía que los corruptos habían escapado aterrorizados y que la Marina, el Ejército y las Fuerzas Aéreas le eran solidarios y en que pocos minutos iba a aparecer un gobierno cívico militar, provisional.
Serían las 6:45 a, m., cuando escuché gritos por unos de los costados del edificio donde vivo y abrí la ventana para oír mejor. Desde los edificios que están frente al hotel Don Juan lanzaban vivas a Chávez.
Hay un despertar extraño y prematuro en la ciudad: golpes de cacerolas, radios a alto volumen, altavoces, estallido de cohetes, ruido de cornetas y carros que pasan alta velocidad.
La estación más sintonizada del momento es Radio Caracol, de Colombia.
Una radio local, anuncia que en el Centro de la ciudad de Mérida se estaba concentrando una multitud que marcharía hasta Glorias Patrias (para pedir a los militares y policía de este Estado que se pronunciaran a favor del nuevo gobierno "establecido").
La imagen en televisión en la que aparece Chávez o sus tenientes, en ocasiones desaparece (todavía no logro entender si el señor comandante está en Miraflores, pues sigue extrañándome el rústico escenario donde exhiben su persona).
En pantalla se movían como fantasmas individuos civiles y un militar, sacado de los años de la guerra de la federación y cuyo aspecto era similar al de Ezequiel Zamora; iban y venían como si se estuviera desarrollando una película opaca de los años 20. Llevaban armas largas, el cuadro todo de sus vestimentas, sin rasurar, "terciadas sus tercerolas", en franelas y trasnochados, era una imagen de un tiempo lejano que alguna vez vivimos, en otra vida.
Ahora el grupo en el canal de televisión tomaba el centro de mesa, para dirigirse a la nación, un individuo corpulento, de facciones rudas tomó la palabra.
Aquellos fantasmas, surgido del sueño interminable de nuestros males, nos sacó con violencia del penoso discurrir de aquellos días sangrientos: entre tantas tensiones sin definir nada, mejor era una guerra.
Porque aún llevábamos en la sangre a las montoneras, el polvo de los azotes caudillezcos.
- El tipo de civil aparece de nuevo, secundado por dos hombres armados.
- El oficial había hablado de un modo confuso, diciendo que hacía aquel sacrificio por el pueblo, por los ideales bolivarianos, pues, en realidad él era un profesional que tenía su vida más o menos asegurada. Pidió a los compañeros que adversaban al movimiento que se estaba gestando contra CAP, que depusieran las armas, pues de lo contrario se verían en la necesidad de atacarlos.
Era evidente que esta vez el gobierno no tenía de su lado el poder de la televisión, pero a la vez era este poder se revertía contra los mismos insurgentes porque estaban tremendamente desorganizados e incoherentes. Fue cuando comenzamos a darnos cuenta de que el gobierno no había sido derrocado.
La imagen medio borrosa en el televisor se iba y venía
Volvió la imagen temblorosa con otro video o el mismo trasmitido ya sobre Chávez y otra vez el Himno Nacional. Se desvanecían los personajes para luego volver borrosos, con puntos oscuros y brillantes.
Uno de los hombres de civil, corpulento, al lado de un tipo delgado y de baja estatura, con un lenguaje nervioso y vago, pedía al pueblo que saliera a la calle a matar corruptos.
El llamado era a la gente de Los Ruices, donde están las instalaciones de Venezolana de Televisión, para que salieran de sus casas y se sumaran al movimiento de "regeneración nacional". Quienes hacían el llamado se desesperaban porque casi nadie o nadie acudía a solidarizarse a la "causa triunfante".
La verdad era que un miedo corría por el espinazo de medio mundo.
¿Cómo iba a salir alguien a dar apoyo a un movimiento que se defendía con las armas, y en una población desacostumbrada a dar la cara en lo que sin duda iba ser una gran confrontación de tipo militar.
Hubo un momento en que la confusión comenzaba a tomar fuerza y corrían rumores de numerosas bajas de parte y parte. Es decir que se estaba luchando fieramente en Caracas. Luego escuché a alguien mencionar a Simón Rodríguez.
Comencé a entender que había un alzamiento que apenas comenzaba a tomar cuerpo, pero que esta vez los insurgentes estaban más decididos a dar la pelea. Desapareció de nuevo la imagen donde hablaban los alzados, esta vez para siempre, y la radio hablaba de fuertes combates en la base aérea de La Carlota y en sectores cercanos al Palacio de Miraflores.
La radio era un amasijo incontrolable de noticias espantosas. En Mérida el gobernador Jesús Rondón Nucete salió declarando por la TAM, que lo cierto era que todos éramos culpable de lo que estaba pasando, pues desde el 27 de febrero de 1989, se venían reclamando cambios que el gobierno nacional se negó a cumplir, y que por ello estábamos viviendo una experiencia tan terrible.
Mi mujer me rogó que no fuera a dejarla sola con nuestra muchachitas.
Un cable internacional reportaba que daba lástima el estado en que se encontraba Caracas, por las batallas que se daban cerca de La Carlota.
Al fin apareció el presidente Carlos Andrés en un estado deplorable, nervioso, tenso, respondiendo de modo convulso a las preguntas que le hacia una periodista; por momentos dio la impresión de ser un hombre derrotado. La imagen era muy confusa, y entre lo que dijo estaba su empeñada decisión de permanecer en el gobierno hasta el fin constitucional de su mandato.
Entre tanto Radio 1040, de Mérida, informaba que mucha gente seguía concentrándose en la plaza Bolívar; ya había personas en las calles ondeando banderas; celebrando como si en verdad Chávez tuviera el poder en las manos; candidatos a alcalde estaban entre la euforia generalizada de quienes celebraban el nacimiento de un nuevo sistema político.
Mi mujer seguía insistiendo en que era muy peligroso que yo fuera a salir a la calle, y que ya sabía yo lo que pasaba en el sector cada vez que se generaban disturbios con disparos y bombas hacia los propios apartamentos.
Efectivamente, sabía yo que en pocos minutos los criminales de policía tomarían las esquinas, y se darían al goce inefable de lanzar bombas lacrimógenas a diestra y siniestra. El supremo goce era lanzarlas hacia las propias residencias.
La manifestación del pueblo enardecido bajaba hacia Glorias Patrias.
Con mis dos niñas pequeñas no quería verme aherrojado en aquel infierno de gases como muchas veces en el pasado lo había sufrido, salí a la calle, pensando en coger hacia la Mucuy donde mis compadres Gisela y Marc De Civrieux, y dejar allí a mi gente.
En cuando salí me di cuenta que nadie podía circular por la ciudad, bloqueadas todas sus calles por cauchos incendiados.
Me resigné pues a volver a nuestro apartamento.
Vi en corto recorrido cómo las calles se congestionaban, y los carros se desplazaban atestados de gentes rumbo hacia el sector del Edificio Administrativo de la ULA. Se divisaban enormes columnas de humo por el Viaducto de la 16. Nadie respetaba los semáforos. Eran como las diez y media de la mañana. Cuando llegué al semáforo del Viaducto, el tumulto de curiosos y jóvenes estudiantes cerraba la vía de Las Américas.
Haciendo piruetas espectaculares como pequeño Lada pude sortear fogatas, escombros, descomunales piedras y cauchos ardiendo.
Toda la cadena de edificios que por este sector convergen hacia el sector de La Humboldt estaba tomada por grupos de exaltados que bloqueaban la vía con escombros de basura, cauchos y trastos, chatarras de todo tipo. Vi una nevera vieja cruzada en la vía.
Estando ya en el edificio bajé y les hablé a los jóvenes, que concentrados alrededor de un radio y en el jardín escuchaban Radio Rumbos. Les pedí que cerraran la reja del estacionamiento y que evitaran que los cuerpos policiales que andaban por la ciudad disparando alegremente bombas, arremetieran contra el edificio. Todos me dijeron que lo harían pero nadie se movió de su lugar.
Tenían sintonizada la radio a todo volumen escuchando unas noticias que se referían a amenazas de allanamiento por parte de la DISIP a Radio Rumbos. Había una situación de histeria tremenda, pues una locutora y periodista de esta estación, con estridencia, como si la estuvieran torturando, advertía que los policías estaban destruyendo la estación de radio, las puertas, los micrófonos.
Casi al mismo tiempo de estos gritos horribles por Radio Rumbos, en los sectores cercanos estalló un enfrentamiento con la policía.
Me asomé al balcón y vi a la gente correr por todas partes. Vehículos que iban en sentido contrario cruzaron la isla y a alta velocidad penetraron en el estacionamiento del edificio. Chirriaban cauchos de vehículos que pretendían escapar del acoso policial; estallaban las bombas contra el jardín y contra los balcones. Algunas entraron en las residencias del primer piso, otras fueron lanzadas al grupo concentrado en el lugar de la Vigilancia.
Muchas personas que huían de la persecución policial y que venían del Centro, se refugiaron también en el estacionamiento.
El ruido de las bombas contra las paredes y rejas imponían el pánico; con nuestros niños nos refugiamos en el cuarto más lejano a la nube del gas lacrimógeno. Mi mujer buscó vinagre y papel.
Me daba cuenta de que el alzamiento comenzaba a debilitarse. Las noticias hablaban de aviones Bronco que habían sido derribados en La Carlota y que los bombardeos no tenían la persistencia del principio. Vi imágenes en la televisión del Palacio de Miraflores y a soldados que disparaban a los aviones que sobrevolaban la zona del Centro de Caracas. Vi imágenes del ministro Piñerúa, enrojecido, un tanto incoherente diciendo que él estaba donde estaba y que él se quedaría allí. Ya al caer la tarde no quedaban sino restos de noticias que traían las agencias internacionales. Por la noche vi al canciller Fernando Ochoa Antich, el hombre que había pronosticado que aquí sucederían cosas terribles de no haber los cambios que reclaman estos tiempos, tratando de "reflexionar" como las piedras a las que la luz sólo las calienta...
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