Tres años se cumplieron el sábado pasado de la desaparición física, en las tupidas montañas de Colombia, de Pedro Antonio Marín, quien en vida fuese conocido como Manuel Marulanda Vélez y también como Tiro Fijo. Su veterana imagen parece colgar aún en la memoria de quienes padecen y maldicen la injusticia. Veían en él y en su inatrapable guerrilla, un rayo esperanzador. También oscila, pareciera que más aún, en la que tienen en ella su razón de ser. Muerto, a estos últimos, les parece más temible.
Su legendaria figura es, todavía, motivo de discusión. Hasta hombres y mujeres que sueñan con la Revolución mundial cuestionan el método que empleó para combatir las desigualdades generadas por poderosas y poderosos. Estimamos, sin embargo, que más allá de cualquier respetable consideración al respecto, existe una verdad tan ancha como ancho es el azul del cielo que nos cubre y nos descubre a diario: donde haya miseria, hambre, explotación y desigualdad, también habrá insurgencia elementalmente protagonizada por las víctimas de estos flagelos.
Es posible que quienes no se hayan visto en la necesidad de cargar una lata de agua cerro arriba para llenar los pipotes no lo entiendan; que tampoco lo comprendan quienes afortunadamente no hayan sido obligados a engañar al estómago con pan y gaseosa como única comida del día; que la rebelión no quepa en la conciencia de quienes no sepan lo que es tener el rancho y la vida sobre el hilo del barranco; que esa lucha sea indescifrable para quienes jamás hayan sido víctima del desempleo o de la penosa decisión de privarse de algún alimento para poder comprar el libro o el cuaderno que exige la escuela.
No: nada de eso será una excusa para ellas y ellos. “¿Por qué a Curumo le dicen cumbres y lomas a Propatria?”, se preguntó un día Alí Primera. Pues, porque todo depende de quienes ostenten el poder en cualquier parte del mundo: si siembran violencia, sólo cosecharán uno, dos, tres Marulandas. Después no digan.
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