Colombia dejó una larga estirpe de Santanderes, apuñaleando a América

El próximo 4 de junio se cumplen 182 años del Crimen de Berruecos.

Un crimen cuyo autor intelectual fue Francisco de Paula Santander.

Los segundones intelectuales de este crimen, fueron los mismos “liberales” que en 1828 disolvieron la Convención de Ocaña y decidieron eliminar al Libertador Simón Bolívar.

Los mandamases de aquel horrendo crimen,  los que matan al mariscal Antonio José de Sucre, recibirán como premio el solio presidencial: José María Obando, José Hilario López, Mariano Ospina Rodríguez....

Precedían la conjura, acontecimientos y novedades políticas de todo calibre; la primera: el fusilamiento en Bogotá a manos de Santander, del capitán venezolano Leonardo Infante. Santander tenía en la mira la disolución de la Gran Colombia, y su principal objetivo lo constituía el confeccionar una republiquita a la medida de su conducta y de los intereses norteamericanos.

         Al fusilamiento de Infante, siguió la condena en el Congreso, por frioleras, del General José Antonio Páez.

         Bolívar regresa del Perú y encuentra a su país dividido entre constitucionalistas y "amigos de una dictadura".

Va el Libertador a Venezuela y somete a Páez.

La convocatoria a una Convención, recrudece las pasiones.

Entonces Bolívar confiesa: "Todo el cuerpo de la historia enseña que las gangrenas políticas no se curan con paliativos" (precisamente lo que está haciendo hoy el Presidente Hugo Chávez).

Astutamente, Santander impulsa a sus fanáticos seguidores para que la Convención convocada por el Libertador no se realice en Bogotá, sino bien lejos del "trono" del "Tirano en Jefe".

El lugar que escogen es un pueblito alelado y distante de los grandes centros militares (incluidos los de Venezuela y Ecuador): Ocaña.

Como hoy, el pretexto de los ardorosos militaristas de entonces, era hacer ver que el gobierno era autoritario y había que destruirlo por la fuerza.

Le dice el Libertador a sus timoratos defensores, que actúan tan débilmente que parecieran estar defendiendo un crimen.

         La Convención se disuelve si darle un lenguaje político a la patria, y el Libertador lanza aquella terrible exclamación:

"¡Miserables, hasta el aire que respiran se los he dado yo, y soy yo el sospechoso!... Yo no necesito de ellos para nada, ni de Colombia tampoco, pues no pueden alegarme que la voluntad pública me ha ayudado en nada..."

         Disuelta la Convención, salen los diputados santanderistas con varias comisiones para provocar una conmoción general. Santander, Luis Vargas Tejada, José Manuel Arrubla, Francisco Montoya, la ejecutarán en la capital; el coronel José Hilario López en el Cauca y Popayán; Juan de Dios Aranzazu en Antioquia; José Ignacio Márquez en Tunja; Vicente Azuero y Diego Fernando Gómez en el Socorro; Francisco Soto en Pamplona; Salvador Camacho en Casanare; Miguel Tovar, Andrés Navarte, Mariano Echezuría y Mario Romero en Venezuela.

         Estos preparativos conducen al atentado del 25 de setiembre de 1828 contra el Libertador. Poco después J. H. López y J. M. Obando se alzan en el Sur. Asaltan y destruyen a la universidad y muchas haciendas. Se apoderan de los caudales públicos y derrotan en La Ladera a T. C. Mosquera. Esta rebelión se urdió conjuntamente con el Perú, que estaba en una guerra no declarada contra Colombia. Bolívar parte al sur y somete al binomio maldito de Obando-López, mediante una capitulación, pero comete el fatal error de dejarlos en altos cargos militares: error que acabará costándole la vida al Mariscal Sucre.

   Colombia estaba gobernada por ciertos eminentes generales en jefe, algunos locos o epilépticos como Páez y José María Córdova. Obando era un connotado criminal que en su caso se hacía el loco: Era audaz y tenía condiciones especiales para conducir montoneras por las vértebras infernales de Pasto. Fue en realidad el primero en organizar una rebelión frontal contra el “Tirano de las malditas correrías”, Bolívar, y Santander admirado por su audacia lo llamó el Jackson Granadino en honor a Andrew Jackson, el rudo hombre de Tennessee, violento, conocido como el Viejo Nogal que había mostrado una conducta política despiadada hacia sus enemigos, y que desde 1818 atrajo la atención de Santander.        

Un lector cuidadoso podrá darse cuenta de que Santander admiraba en el fondo a Pablo Morillo, por su implacable campaña "pacificadora". Aplaudió el fusilamiento de Piar, y en una oportunidad sostuvo que muchos republicanos estaban pidiendo a grito un paredón. Ahora ciertos granadinos pretenden pintarlo como un ser angelical, hasta el extremo de decir que no llegó a participar en la Campaña Admirable del año 13 por su aversión a la Guerra a Muerte; ¡él, quien precisamente usó este Decreto para justificar la matanza de Barreiro y sus 38 oficiales!

   Un Viejo de Nogal era, para Santander, lo que necesitaba Colombia. Por ello, mirando sus ojos y sus modales, no podía sino pensar en José María Obando.

Por eso la filosofía de Santander descansaba en estos pensamientos: "- Cinco, diez años con Obando en el poder, pacificamos para siempre al país. Una mano muy dura limpiando el ejército y con una política de puerta franca al progreso, internando la civilización en la selva, en las tierras de Pasto. Para esta obra se requiere un carácter sin contemplaciones, una fuerza sin el escrúpulo ni la cortapisa moral de la religión; el sentido maravilloso y admirable del trabajo, la sublime aplicación del utilitarismo a la realidad social, el materialismo, ¡hay que ser prácticos, reales, con los pies sobre la tierra!".

         Bolívar continúa su marcha hacia al Perú en 1829, y en el camino se entera de la muerte de José María Córdova. Este general, epiléptico como dije, sufría convulsiones y no se andaba con ascos para matar, incluso en época de paz. Un día mató de varias estocadas a un pobre soldado que huyendo de él se metió debajo de una cama. ¿Y el delito? Pues, Córdova estaba frente a un espejo se preguntó a sí mismo ufano y eterno: "-¿Qué te hace falta, José María?", y el soldado se entrometió y le dijo: "-El juicio, el juicio es lo que te hace falta, José María".

         Ya el general Sucre había aplastado a los peruanos en un lugar llamado Tarqui, y con ello anulaba las ingratas y criminales pretensiones de los peruanos. Con esta batalla Sucre se ganó el odio desenfrenado de los aberrados “liberales”, pues éstos contaban con los peruanos para destruir a Bolívar. La rebelión del Binomio Maldito actuaba al unísono con las fuerzas miserables del Perú, que pretendían enajenar parte del territorio colombiano.

         Bolívar regresa a Bogotá para presidir el Congreso Admirable, el cual elige como su presidente a Sucre. Las sesiones se realizan en medio de grandes tareas y tensiones, pues los malandrines venezolanos reclamaban la urgente separación de la Nueva Granada. El traidor Páez estaba ansioso por presidir los funerales de la Gran Colombia.

Es increíble, que habiendo Bolívar hecho lo imposible por salvar a Páez de la acusación que los imbéciles liberales habían cocinado contra él en el Congreso, éste ahora estuviera unido con los facciosos santanderistas que hacían lo imposible por aniquilar a Bolívar y a Sucre. Después, cuando Bolívar y Sucre estén muertos, Páez se hará íntimo amigo de Santander; el monstruoso criminal de Obando, el que da la orden para que asesinen a Sucre, dirá de Páez: "es idéntico a nosotros".

Y recuérdese que Páez nunca recordó a Sucre, jamás le hizo honores mientras él gobierne a Venezuela, ni siquiera una misa ordenó por el descanso de su alma; y no lo hizo, porque en el fondo lo odiaba y le temía, despreciaba los dones de caballerosidad y de desprendimiento que distinguían al Gran Mariscal; no toleraba, digo, su desprendimiento por las miserias materiales, en las cuales estaban obnubilados los "liberales" de entonces.

Páez ha sido uno de los hombres más nefastos de nuestra historia, y sin duda, indirectamente, formó parte de quienes procuraron la eliminación tanto de Bolívar como de Sucre, y que condujo definitivamente a la desintegración de Colombia.

         En 1830, Sucre termina siendo nombrado por el Congreso Admirable, miembro de una comisión que se dirigirá a la frontera, para tratar un acuerdo de paz entre venezolanos y neogranadinos. Llega al Rosario de Cúcuta pero no pudo entrar a su país porque Santiago Mariño, sometido a los dicterios de Páez, le niega la entrada.

         En mayo de 1830, Sucre, totalmente decepcionado de las deliberaciones con los criminales venezolanos, emprende regreso a Bogotá. El día 8 de mayo, cuando se acerca a la casa donde se aloja el Libertador, se encuentra con que ya éste ha partido...; hacia el preludio de su total consagración como mártir que ha arado en el mar.

Cuando Sucre llega a la capital se encuentran en pleno apogeo la conformación de los Círculos que se han organizado para matarlo. En Bogotá, los radicales reformistas que iba a lograr el Paraíso de Milton, se reunían en casa de Montoya, que quedaba cerca de la catedral. Allí también se hallaban Vicente Azuero, Francisco Soto, Cuenca, casi todos redactores del asqueroso periódico llamado "El Demócrata". Estos eminentes liberales hacían lo imposible por persuadir al Vicepresidente Domingo Caicedo, para que convenciera a Sucre de que tomara el camino por Pasto que era la mejor vía que podía coger para matarlo; lugar ideal para una mortal celada. Con las partidas de suicidas "liberales" y las madrigueras de asesinos que infestaban este lugar, fácil era hacerlo desaparecer sin dejar huellas ni testigos.

         Contó, muchos años después, Genaro Santamaría (uno de los comprometidos en aquellos Círculos), que al salir de casa de Montoya, después de extenuantes deliberaciones tratando de encontrar el modo de eliminar a los libertadores (puesto que en libertad los libertadores eran un estorbo), al entrar a la catedral se topó con el Mariscal Sucre, quien pensativo y con los brazos cruzados. "-Me impresionó mucho - dijo- pues me pareció un espectro que se me aparecía, habiendo momentos antes decretado su muerte".

         Montoya envió comisiones a Neiva ante el coronel J. H. López, para en caso de que Sucre tomara por el Magdalena se encargara a algún "liberal" de volcarle la nave.

         Pero finalmente, Sucre tomó el camino de Pasto.

En Neiva, se aloja en casa del gobernador J. H. López, precisamente, uno de los más afanados en querer eliminarle. Poco después J. H. López escribirá al Vicepresidente Caicedo: "Sucre ha sido mirado con telescopio. Yo lo veo con la óptica exacta. Tiene la necedad de hacerse creer el más soberano caballero, no siendo, en mi juicio sino el más brigant superchero ..."

         El 28 de mayo, Obando marchó por el camino del Boquerón y durmió en Meneses.

Aves agoreras seguían llegando y saliendo de este campamento.

         Entre los documentos que llevaban a Obando se encontró un correo extraordinario, llegado de Popayán. Esto modificó sus planes.

         La situación del Mariscal en Neiva se hace incómoda, pues José Hilario López se aburre con su máscaradas, pues son varias las personas que se le acercan a testimoniarle al Gran Mariscal sus agradecimientos por los servicios prestados a la patria.

         En las manos de López se encuentra uno de aquellos panfletos asesinos que decían de Sucre: "Bien conocíamos su desenfrenada ambición después de haberlo visto gobernando a Bolivia con poder inviolable".

         El día de la partida, por motivos baladíes, el señor anfitrión, desesperado no sabemos por qué temores, trató de retener a Sucre. Los peones encargados de llevar y acomodar los bagajes comenzaron a encontrar dificultades para emprender el viaje, y tuvieron que aconsejar al Mariscal, que por otra parte, mejor era esperar un poco, pues las lluvias tenían intransitables los caminos.

 Las siniestras aves de rapiña seguían alborotadas. A cada paso de Sucre alzaban vuelo en dirección de La Plata, vía a Popayán.

         A sólo tres leguas de Popayán, en la parroquia de Paniquita, Sucre se topó con el recientemente nombrado presidente de la República, don Joaquín Mosquera. Iba éste a tomar posesión de su cargo. Pasaron juntos la noche y hablaron largamente sobre la situación de Venezuela y Ecuador.

         Encontrándose en Popayán, Sucre escribió lo que al parecer fue su última carta. Iba dirigida al general Vicente Aguirre en Quito, y en ella muestra cierta determinación de luchar por la unidad de la Gran Colombia.

         Cuéntase que cuando Sucre se internó en los caminos hacia Timbío, gran cantidad de personas se persignó, echándole la bendición porque lo matarían.

Si no cae Bolívar, aniquilaremos a Sucre

         El 1º de junio al fin salió a la calle una nueva edición, “buenísima”, del periódico Aurora. El estilo había mejorado. Su hermano el periódico El Demócrata estaba “divino”, también insuperable.

Un debutante en las artes crematorias de Maquiavelo estampó: "acabamos de saber con asombro por cartas que hemos recibido que el general Antonio José de Sucre ha salido de Bogotá ejecutando fielmente las órdenes de su amo. Antes de salir del Departamento de Cundinamarca empieza a manchar con ese humor pestífero, corrompido y ponzoñoso de la disolución... Va haciendo alarde de su profundo saber. Se lisonjea de observar una política doble y deslumbradora. Afirma que los liberales y el pueblo de Bogotá, es lo más risible, lo más ridículo que ha visto... Pero el valeroso general José María Obando, amigo y sostenedor firme del gobierno y de la libertad, ocurría igualmente al encuentro de aquel caudillo y en auxilio de los invencibles pastusos. Puede que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar".

         El 2 de junio, Sucre, con sus dos asistentes, un amigo, dos arrieros y un criado, llega al Salto de Mayo, casa de José Erazo; esta casa era una especie de tambo pajizo, donde dormían amos, criados, viajeros, hombres y mujeres, sanos o enfermos, junto con animales domésticos. En aquella pocilga tuvo que alojarse Sucre, porque a varias leguas a la redonda no había otro lugar donde pernoctar. Erazo, siendo un asesino, un monstruoso, asaltante de caminos, había sido nombrado por Obando, "Teniente Coronel y Comandante de la Línea de Mayo".

         Las bestias andaban mañosas, los baqueanos fastidiados de su trabajo, pues las mulas estaban "aventadas" por las alturas y lentas y reacias al mando.

         José Erazo era de los grupos guerrilleros que habían participado en todas las revueltas desde los tiempos en que Calzada dominaba aquella región. ¡Cuántas veces este hombre había cogido por los montes, alzando su estandarte en defensa de Fernando VII!

         Más que miserable, el lugar era tenebroso: Erazo entraba y salía, fugaz, con su mirada de animal en el bosque, frío, oyendo a retazos cuanto se hablaba (en susurros); quería conocer los pormenores del itinerario del Gran Mariscal; sobre todo a qué hora tenían organizada la partida. ¡Cuántas veces debió cruzarse Sucre con aquella mirada huidiza, oscura y brutal?

         A decir de los que frecuentaban aquellos parajes, a tres leguas a la redonda no se encontraba otra posada. La casa de Erazo estaba situada en un barranco, cerca del puente del río Mayo. Por allí estaba obligado a pasar todo aquel que iba de Popayán a Pasto. Por su ubicación, en ocasiones era una especie de peaje donde los pasajeros, para no ser asesinados pagaban su seguridad con regalos ya espontáneos, ya solicitados.

         Sucre, por la larga carrera militar, acostumbrado como estaba a vivir en situaciones arriesgadas, tomó ciertas precauciones; presentía estar hundido en un mar de alimañas. No era su costumbre, nunca, dar marcha atrás luego de haber tomado una determinación, pero era tal el aire de inseguridad, de velada turbidez, que por primera vez, preso de una sofocante inseguridad, ansió salir como fuera de aquel lugar, aunque para hacerlo tuviera que regresar a Popayán y tomar el camino del puerto de Buenaventura. Esto significaba por lo menos un mes más de viaje.

         Otra solución pudo haber sido ordenar, bajo cualquier motivo (había muchos) la detención de Erazo. Pero era una salida peligrosa, pues no tenía suficientes soldados.

         Tal como lo habían planeado minuciosamente sus enemigos, se encontraba sin escapatoria posible. Lo peor era el movimiento constante de ciertas sombras que iban y venían por los montes vecinos; grupos que se acercaban a la casa y de pronto se internaban por las oscuras montañas. Todo en medio de ruidos de bestias a galope; desbarajuste de animales y ladridos de perros.

         De momento, a los indefensos viajeros que acompañaban al Mariscal parecía no quedarles otras "esperanzas", que someterse al golpe certero de la fiera en posición de mortal zarpazo.

La mujer del demonio

         A medida que transcurre la tarde van pasando por el infernal rancho seres con aspecto canallesco; una mujer llegó a caballo a horcajadas, con pistola y sable al cinto, guarnecidos en correajes de tigre. Era Timotea Carvajal, la amante o la esposa de Erazo. De modo brusco, abriendo la tranca del corral, descargó con violencia unos bultos que llevaba en la bestia y de una patada cerró la desvencijada puerta. Escupiendo entre dientes y sin saludar, pasó a una habitación contigua a la que ocupaban los arrieros de Sucre.

         Con mal talante la mujer echó un rápido vistazo al bagaje del Mariscal, tal vez buscando percatarse si llevaban armas, y mirando de reojo a los arrieros; procuraba calar hondo en la mirada de aquellos pobres diablos. Los minutos que pasó aquella mujer, extendiendo unas cobijas sucias y luego cortando con bruscos machetazos unas ramas, fueron de tensión, de penosa incomodidad para los acompañantes de Sucre.

         A una pregunta de Sucre de cómo estaba el camino hasta La Venta, Erazo contestó entre dientes como tartamudeando y con respuestas rápidas y secas: "-¿El camino? Bien. Nada, nada. Como siempre...". Su mirada era esquiva.

         Temiendo mostrar Erazo, con su excesiva cautela, alguna duda sobre sus funestas intenciones, se excusó para buscar unos palos. Sucre profundizaba en los indicios de la celada. Poco a poco, con experta mirada el Mariscal percibía que aquella casa estaba rodeada de hombres armados hasta los dientes.

         Se daba cuenta de que ni siquiera podía hablar en confianza con la poca gente que llevaba, pues se exponía a un mayor recelo. Pasó la noche escuchando ruidos extraños de pasos por el bosque, gritos lejanos, cruce de bestias por el puente; susurros, silbidos como si de lado y lado se estuvieran comunicando dos bandos, aprobándose y comprobándose planes ocultos y muy bien estudiados.

         Al día de la mañana siguiente, asombrándose de ver la luz del sol, ordenó Sucre continuar la marcha. El día era nublado, y el rocío había humedecido los equipajes. Apresuradamente hicieron café y sorbieron un trago de áspero aguardiente; salieron como a las 7 de la mañana. Cerca del puente, estuvo todo el tiempo Erazo mirando los apresurados movimientos de los viajeros. Estaba Erazo como un verdadero fantasma, sacando punta con su afilado puñal a un palo. La cabeza baja, escupiendo de vez en cuando.

         No se atrevió Sucre ni siquiera despedirse de aquella fiera porque ahora consideraba, que cualquier pretexto para mostrarse amistoso era signo de debilidad. Picó espuelas y remontó una pequeña cuesta por donde dejó para siempre el siniestro rancho.

         Luego de una corta jornada, a eso de la diez, a poca distancia del boquerón de la selva y a un lado de montaña de Berruecos, la comitiva llegó a la Venta, lugar que quedaba a unas tres leguas del Salto de Mayo. Apenas había dejado el lugar de los Erazos, llegó este a punto al veterano oficial venezolano Apolinar Morillo, con la bestia suelta, a pie y con el pantalón arremangado. Se había cambiado las botas por unas alpargatas. Le entregó a Erazo una orden del teniente coronel Mariano Álvarez, y le comunicó su objetivo: matar a Sucre. Le habló de la necesidad de que le consiguiese algunos soldados del batallón Vargas que él, Erazo, tenía a su cargo. Esto se hablaba en voz baja, fuera del rancho; de vez en cuando se acercaba la mujer de Erazo, Desideria; sentíase tan preocupada por lo que escuchó, que llamando aparte a su marido le advirtió, que guardara las pruebas de las órdenes que recibía. De allí salieron Erazo y Apolinar Morillo para unos montes cercanos, acompañados de los soldados que cometerían el asesinato: Juan Cusco, Andrés Rodríguez y Juan Gregorio Rodríguez. Entraron por unos caminos oscuros, esperando la noche. Muy temprano, al día siguiente, debían estar colocados en sus posiciones: dos de cada lado del camino, de modo que no "se ofendiesen recíprocamente, situando a los unos de suerte que los tiros se dirigiesen al pecho, y los otros al costado izquierdo... ". Un poco cercano al puente Las Guacas se encontraron Morillo y Sarria; iban a dar las últimas instrucciones a los asesinos. Erazo le contó a Sarria que él se comprometía en aquel complot únicamente porque lo ordenaba el general Obando y porque el propio Sarria participaba, que de otro mundo no lo haría por nada del mundo.

         Andando todos a pie, menos Sarria, iban discurriendo del modo más conveniente de eliminar al Mariscal. Sarria dijo que lo mejor era darle muerte aquella misma noche en su lecho. Siguieron un rato más en silencio; luego rectificó el tenebroso guerrillero: "-Mejor será matarlo a cara descubierta, ya que se trata de una orden superior"; se detuvieron a un lado de la Venta.

         Quien mostraba mayor interés porque Sucre fuese asesinado era la mujer de José Erazo; lo estimulaba con toda clase de explicaciones, insistía en que la mejor manera de prosperar era ganándose la buena voluntad de Obando, un general tan meritorio; que no olvidara por supuesto lo de la gratificación.

         La mente de Sucre se encontraba fuertemente saturada de la tensión padecida durante la noche; no podía dejar de recordar la sanguinaria mirada de los Erazos. Había por aquellos contornos un grupo de conocidos personajes que el Gran Mariscal no pudo ver.

La fiera y la víctima, frente a frente

         En la Venta se encuentra con Erazo. "¡¿Cómo?! ¿Cómo pudo llegar antes que él sin que se lo encontrara por el camino, que por estar rodeado de espesa selva era casi imposible desviarse?". No recordaba por otra parte haber oído pasos de bestias o de hombres a pie.

         - Usted debe ser brujo - le dice -. Habiéndolo dejado en su casa, y sin verlo por el camino, aparece ahora delante de mí.

         El bicho no responde. Se da con el rebenque en la pierna y mira ladinamente a los lados.

         Pensó seguir la marcha, el Mariscal, pero dada las extrañas circunstancias en que se le aparece aquel terrible bandido opta por pasar la noche allí. ¡Maldición!: apenas si ha andado tres leguas entre aquellas alimañas, y que va desesperado a casa, tener que detenerse un día más. Les ordena a los arrieros que descarguen y busquen donde pasar la noche. El día es frío. Amenaza lluvia. El viento sacude sin cesar la pequeña verja por donde se entra a la posada.

         Habiéndose descargado los bultos se disponen a preparar el almuerzo. Sucre entra a un cuarto donde cinco troncos viejos sirven de asiento. El denso humo ha ennegrecido las paredes de barro; un fuerte olor a leña, a estiércol y desperdicio de gallinas inunda la húmeda sala. Allí se sienta y se sirve un trago. Otro fantasma aparece en escena, esta vez Juan Gregorio Sarria, comandante, también de la zona, refrendado por Obando. 

         Forzoso le es a Sucre tener que dar la mano a aquel temible bandido; "-¡qué gran casualidad!". Sarria, tan ladino como Erazo, fue muy parco en sus saludos. Ocupó uno de los troncos. Frente a frente estuvieron víctima y victimario, varios minutos sin decirse una palabra. A Sucre comienza a hacérsele evidente su estado de indefensión. Está claro que han ordenado matarlo como tantas veces lo había venido escuchando a lo largo del viaje.

         De la mirada pétrea y ruda de aquella fiera podía figurarse cualquier cosa, incluso que de pronto lo desafiara a un combate a lanza o a machete, como le gustaba hacer con quienes odiaba. De momento parece un guardia que recibe órdenes de vigilar a un preso.

         Erazo y Sarria eran viejos compañeros de armas desde los tiempos de 1812. Sarria había sido el azote de la comarca de Timbío, Paispamba, los caseríos inmediatos y de las haciendas de los alrededores de Popayán como realista y después sin principios de ningún tipo, durante las guerras civiles. Era atlético, de fuerzas hercúleas, color blanquecino (mestizo) - según nos lo describe Posada Gutiérrez-; talla más que mediana, anchas espaldas, pecho alto, lampiño, ojos pardos, mirada cautelosa. Su presencia no inspiraba el horror instantáneo que causaba la de Erazo pero tampoco inspiraba confianza. Dice Posada que "el corazón de Erazo se comparaba al de un tigre; el de Sarria al de un hombre pervertido, bien que yo no sé cuál de las dos cosa sea peor".

         El recuerdo que en Popayán se tiene hoy de Sarria no es el de un perfecto monstruo sino más bien de santo. En visita que hice en 1986 a  esta ciudad encontré a un joven que se enorgullecía por ser descendiente directo de Sarria, quien en ocasiones parecía generoso y "sabía" perdonar. Aunque este perdón no fuera más que el detener la lanza en el momento en que se inspiraba para clavarla contra algún indefenso ciudadano. No escondía su fama de criminal; robaba abiertamente y cuanto se cogía lo llamaba botín. Pero solía, digo, dar limosna y socorros a los pobres, y sostenía que a los ricos debía robársele para ayudar a los pobres. Lástima que esta filosofía humanitaria no la aplicara con los ricos como Obando o López, a quienes más bien ayudó a engrosar sus capitales, mediante toda clase de tropelías.

         Sostienen algunos que Sarria debió haber recibido educación religiosa y que probablemente fue de la clase de hombres que se hicieron crueles a causa del espectáculo brutal de la guerra. Solía llevar Sarria al cuello un medallón con la imagen de Nuestra Señora del Carmen, figura que muchas veces llegó a empapar con sangre humana. Sostiene Posada que en un arrebato de celos cogió a un joven del que sospechaba galanteaba a su mujer y lo amarró de pies y manos en una cama; luego lo castró. Se le había seguido causa por este delito y llegó a confesar que su intención no había sido matarlo (tal vez creyó que su acción no era tan miserable); sencillamente la Virgen le inspiró aquel acto, y hasta llegó a rogarle que le diera buena mano para que el paciente no se le muriera.

         Estas historias eran conocidas en todo el Cauca y Pasto, de modo que Sucre debió conocer algunas de ellas. El aspecto de este hombre sanguinario y salvaje debía erizar los pelos. "¿Qué hacía en la Venta?". Tal vez volvía a lamentarse Sucre de no haber continuado el viaje, pero era evidente que merodeaban cerca grupos de personas cuyo único interés era el de vigilarlo. Lo más conveniente a los ojos de sus acompañantes era que cruzaran cuanto antes la parte más tenebrosa de Berruecos y llegar al pueblo inmediato. Sucre siempre previsivo en las guerras, debió calcular que lo más seguro sería pernoctar en la Venta y esperar el momento oportuno para partir.

         En todo caso, el golpe ya había sido acordado, pues la presencia de Sarria y la velocidad con que Erazo apareció en la Venta revelaban que el zarpazo se daría de un momento a otro. Seguramente había gente esperándole en el boquerón más sombrío del camino y que al día siguiente él debía cruzar.

         Sucre invitó a Sarria y a Erazo a tomar un poco de brandy; más tarde también los invitó a compartir su rancho, y que se quedasen allí en la Venta. Como buenos montañeros, no hicieron asco del brandy - eran empedernidos bebedores-, pero en cuanto a la comida ninguno de los dos quiso aceptar.

         - Voy de pasada - dijo Sarria-. Llevo una comisión urgente.

         Erazo, con su aspecto encogido, dijo que le esperaban en su casa. Los motivos expuestos por el uno y el otro para no quedarse en la Venta, hacen suponer que a Sucre no le quedó ninguna duda de la trampa que le tenía montada. Es posible que haya pensado buscar hombres que pudieran servirle en caso de una celada, pero por allí no había nadie capaz de trabajar contra Erazo y mucho menos disgustar a Sarria. Además, Sucre, en territorio de Pasto, era generalmente señalado como un malvado; el propio Obando que procura ser ecuánime en sus Memorias con la figura del Mariscal, dice: "Yo no sé cómo pudo caber en un hombre tan moral, humano e ilustrado como el general Sucre, la medida altamente impolítica y sobremanera cruel de entregar la ciudad de Pasto a muchos días de saqueos - se refiere Obando a los tiempos en que fue aplastada la rebelión de Benito Boves.

         Pero este modo de pensar no era producto de un moderado e imparcial juicio sobre los sucesos de aquella época, llenos, en la región de Pasto, de una enfermiza pasión política; Obando participaba del sentimiento generalizado de que a Pasto se le había tratado con extremada severidad durante la guerra de Independencia y que Sucre, con todo lo humano que era, había sido cruel.

La locura de los malditos "liberales"

         Pero el ambiente que se respiraba no sólo en aquel lugar sino en toda Colombia, era un ambiente de terror, de venganzas. La guerra de independencia había dejado una herida difícil de sanar, principalmente en la región de Pasto, donde todavía ondeaban, y habrían de ondear por mucho tiempo, los estandartes realistas de Cristo Rey y de don Fernando VII. La reacción contra los efectos de la Independencia eran tremendos; directamente no habían podido vencer, pero ahora con la genial figura del "liberalismo" encarnada en uno de los hombres que en la Nueva Granada habían hecho más por su tierra, Francisco de Paula Santander, parecía encontrarse la fisura por la cual podía regresarse al pasado memorable, arduamente echado de menos por los ricos como Arrubla y Montoya, Francisco Soto y los Uribe y los que habían sido purificados (sin necesidad) por el Pacificador Pablo Morillo: los doctores Vicente Azuero y don Félix Restrepo, José Hilario López y tantos otros.

         Poco después de presentarse Sarria en la Venta, llegó a pernoctar un comerciante de nombre Jesús Patiño. Este hombre luego de acomodarse en uno de los cuartos, se acercó a Sucre. Estuvo todo el tiempo silencioso, sin intervenir para nada en la conversación que éste sostenía con los delincuentes. Luego que se hubieron ido Erazo y Sarria, en voz muy baja preguntó Patiño a Sucre, la hora en que habían llegado a la Venta, y que adónde había pasado la noche anterior. Al responderle que en el Salto de Mayo, el señor Patiño se estremeció un poco, miró a los lados y acercándose al oído del Mariscal le dijo:

         - Han dormido entre asesinos.

         La noche del día 3 fue peor. Al contrario de los movimientos escuchados la noche anterior, ahora un espeso silencio lo cubrió todo. Seguramente los asesinos estaban absolutamente ciertos de la imposibilidad de que su presa saliera con vida de las redes ya tendidas.

         Sucre ordenó cargar las pistolas y que estuvieran alertas ante cualquier movimiento extraño .

         Largo y penoso fue soportar la vigilia, sin poder hablar, sin poder moverse, casi sin poder pensar más que atentos a lo que sorpresivamente pudiera sobrevenirles. Fatigados, golpeados por la posición rígida que tuvieron que ocupar durante horas, en medio de un intenso frío, pusiéronse de pie, al salir el sol, y tomaron precauciones para la partida.

         ¿Cuántas veces hemos vivido noches como la última que pasó el Gran Mariscal? ¿Cuántas veces en estas circunstancias, al ver el sol, hemos exclamado como Santa Teresa de Jesús, "La vida: mala noche en una fea posada".

         A lo mejor, tanto Sucre como sus acompañantes, al salir al patio y desperezarse; al oír el canto de los pájaros y palpar la fresca y dulce brisa de la montaña; el rumor lejano de tantas cosas vivientes; a lo mejor, digo, ellos sintieron que los temores habían sido infundados, injustificados. Que se habían preocupado innecesariamente.

El balazo que todavía retumba en América

         Ya los criminales, al amanecer del 4, estaban apostados en el tenebroso boquerón de la montaña. Sarria fue quien cargó los fusiles, y adentrándose en la maleza le dijo a Erazo que dispusiera las posiciones, siendo que él era quien mejor conocía el lugar. Se convino que una vez colocados los hombres, se dispersaran Sarria, Erazo y Morillo, para luego reunirse otra vez en casa de Erazo, aguardando los resultados de la emboscada y cancelar algunos pesos por el trabajo.

         A eso de las 8 de la mañana ya listos para la partida, el Mariscal y su pequeño grupo de acompañantes iniciaron la marcha. Los arrieros de inmediato cogieron la delantera seguidos del asistente Francisco Colmenares, luego el señor García Trellez y su criado. De últimos iban el Mariscal y su asistente Lorenzo Caicedo. A poca distancia de la Venta estaba el tenebroso boquerón de Berruecos, lugar donde se habían cometido muchos crímenes, húmedo y oscuro. La densidad de los ecos, por la bóveda natural del espesor del bosque creaba las más raras sensaciones en el viajero. Se creía oír voces, pasos, lamentos muy suaves, algo que apisonaban con movimientos acompasados. Quien miraba hacia a los lados se imaginaba encontrarse con la misma frialdad de la muerte.

         No es extraño que quien por allí pasase estuviese mirando frecuentemente hacia atrás, persuadido de que se le seguía o se le vigilaba.

         Han avanzado media legua y están penetrando en lo más espeso del camino, un punto llamado la Jacoba o del Cabuyal, sector muy resbaladizo, enmarañado de bejucos y gruesa maleza; el paso de las bestias se aminora, de pronto, el eco de un trabucazo: trueno intenso y seco, fuego, batir de alas en todas direcciones, una bola de humo en medio del verde intenso de las matas, y un grito cortante: "-¡Ay balazo!".

         Se escuchan seguidos tres tiros más, casi todos certeros sobre la humanidad del Mariscal: traspasan cabeza, pecho y cuello. Los arrieros se devuelven. Procuran frenar a las nerviosas bestias. El pisar alevoso de las fieras asesinas que se acercan o huyen; el trepidar entre las matas hace pensar que más bien huyen, pero los acompañantes del Mariscal sólo piensan en salir de aquel tenebroso boquerón; regresar a la Venta.

         El asistente de Sucre, el señor Caicedo logra acercarse al general, quien esta medio hundido en el barro. La sangre confundida con el barro. Atormentados los acompañantes, conmovidos los semblantes, llevando como pueden a los también aterrados animales y esperando que de entre la maleza salgan más disparos, alzan las manos; imploran misericordia: "- ¡Vamos desarmados! ¡No disparen...! ¡No somos soldados...!".

         Caicedo va repitiéndose a sí mismo, en voz baja: "-Han Matado al Mariscal! Lo mataron". Se oyen voces que por los ecos no se entienden, además nadie se atreve ahora a mirar hacia atrás. Hay un animal desbocado que les da alcance y sigue despavorido, es el mulo del Mariscal, sangrante, herido también por las balas. Luego de un trecho, donde llega con mayor fuerza la claridad, Caicedo consigue ver a cuatro hombres agazapados con carabinas, uno de ellos con sable ceñido; ¿quién era éste? ¿Sarria? ¿Erazo? ¿Apolinar Morillo? El pavor vuelve a dominar a los viajeros y cuando huyen a todo dar escuchan voces que dicen:

         - ¡Caicedo! ¡Caicedo, no es contigo!

         A la diez de la mañana, estaban otra vez en la Venta los despavoridos viajeros, como si todavía la sombra de Sucre les acompañara; la de Sucre o la de los asesinos. Allí quedáronse largo rato ensimismados en el horror de sus propias figuras, confundidos sin saber qué decidir. Como a las doce vino a reaccionar Caicedo quien pidió a sus amigos le acompañaran a buscar el cadáver. Nadie quiso... El cuerpo del prócer estaba tendido con un balazo en una de las tetillas, otro en el oído que le salió por la nariz y un tercero en la garganta.


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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