Uno de los proyectos del Campamento 12 está patrocinado por la CIA; su nombre en clave es “Visión Despejada” y se centra en reproducir una biobomba de construcción rusa cuyos planos robó la CIA. La sencillez de su construcción la hace apropiada para un Estado canalla o un grupo terrorista, como Al Qaeda de Osama Bin Laden, que para ese entonces encabezaba la lista de la CIA de organizaciones terroristas.
La fuente afirmaba que el Campamento 12 estaba a cargo de una unidad poco conocida del Pentágono llamada Agencia de Reducción de Blancos de Defensa. Con todo, ¿Por qué iba el entonces Presidente Bush a correr el riesgo de irritar a sus aliados occidentales- en particular Francia y Alemania- permitiendo que el Campamento 12 siguiera adelante con su trabajo secreto y mortífero? Ya había un doloroso encontronazo en su viaje a Europa ese mismo año cuando amenazó con retirarse del Tratado Antimisiles para promover un escudo de defensa antimisiles. También se había negado a firmar el Protocolo de Kioto sobre el cambio climático. Sin embargo, permitir que continuara en funcionamiento lo que era posiblemente la fábrica de guerra bacteriológica más grande del mundo, ubicada en pleno corazón de Estados Unidos... ¿era eso posible?
Thomas Gordon llamó a la oficina de Donald Rumsfeld, para ese entonces Secretario de Defensa de Estados Unidos. Un miembro de su personal le dijo que “cualquier trabajo realizado por Estados Unidos en ese ámbito es puramente defensivo” ¿era ésa también la opinión del presidente? Llamé a la Casa Blanca. Ari Fleischer, a la sazón portavoz de aquella Administración y ya un personaje conocido en el atril de ruedas de prensa de la Casa Blanca, dijo: “Estados Unidos tiene marcha desde hace cierto tiempo un programa ideado para proteger a nuestros y nuestras reclutas de los peligros de la guerra química y biológica”.
El conciso Fleischer no quiso decir nada más. La fuente resultó de más utilidad. El Campamento 12 está amasando un enorme arsenal biológico para ver “hasta donde podría llegar un Estado canalla o grupo terrorista; la investigación en curso en el desierto de Nevada tiene por objetivo imitar los pasos que darían para construir su propio arsenal de armas biológicas”. Tras una pausa, añadió... “o eso dicen”.
Si bien tenía cierto sentido, también era sorprendente que a nadie se le hubiera ocurrido antes. Además, si en algún punto del mundo estuviera sucediendo algo que justificase tiempo, los recursos y el dinero invertidos en la creación y mantenimiento del Campamento 12, la vigilancia por satélite de la que se jactaba con sobrados motivos Estados Unidos y los miles de millones de dólares que invertía cada año en recopilar información... ¿ no lo hubiera detectado? Una semana más tarde llegó la respuesta en forma de la destrucción del World Trade Center, el 11 de septiembre de 2001, y parte del Pentágono. Desde ese momento el mundo cambió para todos. En cuestión de días el fantasma de unas armas biológicas en manos de Bin Laden se convirtió en una espantosa realidad. Los “gérmenes patrióticos” cuyas alabanzas cantara Sidney Gottlieb para Bill Buckley se alzaban para atormentar a sus succesores en Langley y Fort Detrick.
Después de Hiroshima y Nagasaki el mundo supo lo que las bombas atómicas podían causar. Las históricas imágenes están a la vista de todos. Sin embargo, aparte de un fragmento de película – el metraje del envenenamiento de un grupo de kurdos por parte de Saddam Hussein- el mundo todavía no era consciente del pleno efecto de las armas biológicas; de que, de entre todas las armas disponibles, la bioarma comete el mayor crimen en contra de la humanidad.
Tras el 11 de septiembre, las armas biológicas por fin llegaron a la conciencia colectiva del mundo con la dispersión de ántrax por Estados Unidos. Pocos se detuvieron a plantearse lo que eso implicaba. Medio siglo antes, Estados Unidos, de acuerdo con las pruebas presentadas en el libro “Las Armas Secretas de la CIA” de Thomas Gordon, había experimentado de manera exhaustiva con armas biológicas acabada la Segunda Guerra Mundial y, posteriormente, en la guerra de Corea. Al igual que los sucesivos gobiernos estadounidenses habían mentido sobre el MK-ULTRA al Congreso y el pueblo de Estados Unidos y, más allá de sus fronteras, a las naciones del mundo, lo habían hecho también acerca del uso de armas biológicas. Como mucho, la Administración Bush del siglo XXI se aferró al trillado bulo de que cualquier programa de guerra biológica en el que estuviese inmerso era, en palabras del Secretario de Defensa Rumsfeld en 2001, “siempre puramente defensivo”.
Sin embargo, hombres como Sidney Gottlieb y todos aquellos que trabajaron con él estaban enfrascados en la creación de una enorme y cada vez más sofisticada maquinaria de guerra biológica para Estados Unidos cuyo fin era el de ser usada como arma ofensiva. Gran Bretaña había sido un voluntarioso colaborador en ese empeño. Para hombres como el secretario Rumsfeld y los altos mandos militares a los que en última instancia controlaba la coalición formada para combatir el terrorismo en 2001, “salvar vidas estadounidenses”, parecería ser la justificación para saltarse o ignorar los dilemas morales que plantea el uso de armas biológicas o químicas.
En esta idea- que aleja a los hombres y mujeres que gobiernan de los ciudadanos y ciudadanas que los colocaron en sus cargos- la que a fin de cuentas pudo haber llevado a personajes heroicos como Bill Buckley y Frank Olson a decidirse a revelar todo lo que sabían. Y motivos más que suficientes para haberlos asesinado.
A medida que Estados Unidos empezaba a recobrarse poco a poco del atentado del 11 de septiembre, obra de Bin Laden, cuando ya había empezado la guerra de Afganistán, empezaron a surgir más datos inquietantes sobre los casos de ántrax que, aunque esporádicos, seguían declarándose. Salió a la luz que en algunos casos fatales el ántrax pertenecía a una cepa llamada Ames, y que esta había sido enviada al Campamento 12 desde el británico Porton Down en 2001 como parte de la estrecha y continua cooperación entre los dos países en materia de armas bioquímicas. Bin Laden, al que en un principio se había creído responsable de los ataques con ántrax, fue sustituido por otro personaje no menos siniestro. Ari Fleischer, el portavoz del presidente Bush, lo tildó de “científico loco. Es posible que el ántrax proceda de un microbiólogo con un laboratorio bien equipado en Estados Unidos”.
En noviembre de 2001, el FBI reconoció que estaba indagando si se habían robado esporas de Ames del Campamento 12. Agentes del MI5 visitaron Porton Down para ver si podían encontrar alguna pista. El profesor Martin Hugh Jones, de la Universidad Estatal de Luisiana, que lleva más de treinta años estudiando el ántrax, dijo que el FBI debería “buscar a un hombre agraviado más que a un terrorista”. Él podía ser el proverbial científico loco”. Todo hace apuntar hacia una fuente nacional más que a Bin Laden.
En la cuenta atrás hacia Acción de Gracias de 2001, hubo otro caso más de inhalación de ántrax. La víctima fue una anciana de 94 años. El FBI dijo no tener ninguna pista sobre cómo había muerto. El misterio continuaba. ¿Andaba suelto en realidad un científico loco? Nadie lo sabía. El miedo que había empezado tras el 11 de septiembre se prolongó hasta bien entrado el primer invierno de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo.
Hasta el brote de ántrax había existido un debate sobre sí se exageraba la amenaza que suponían las armas bioquímicas. Imperaba el consenso de que la Administración Clinton había sobrevalorado la amenaza; muchos científicos de fuera de Estados Unidos opinaban que la pública preocupación de Clinton, sobre todo acerca del uso de gérmenes como armas, en realidad sólo había puesto sobre aviso de las posibilidades a los terroristas. Otros sostenían que esa inquietud era en realidad todo lo que tanía la Administración Clinton de preparar al pueblo estadounidense para un regreso a las armas bioquímicas. Al fin y al cabo, había sido Clinton quien aprobara la creación de la fábrica de gérmenes del Campamento 12 en la base aérea de Nellis. Y se sabía, según ellos, que China, Irán, Irak, Corea del Norte y Rusia andaban enfrascados en nuevos proyectos secretos de guerra bacteriológica. Así pues, ¿Por qué no iba a hacer lo mismo Estados Unidos para preparar un contraataque y para defenderse? Tales eran las preguntas que circulaban.
Dentro de la CIA, los médicos habían escrito documentos sobre la posibilidad de vacunar a todos los miembros de las Fuerzas Armadas y desarrollar fármacos antivirales – existían muy pocos- que facilitaran el control de virus tan mortíferos como la viruela. Sin embargo, el costo se consideró demasiado alto. Otros señalaban que en la guerra moderna, el uso de armas químicas y bacteriológicas era escaso; hasta los terroristas más radicales habían vacilado en usarlas. El único caso conocido en Estados Unidos se remontaba al 9 de septiembre de 1984, diecisiete años y dos días antes de los supuestos ataques de Bin Laden al World Trade Center y el Pentágono. La gente que recordaba lo que había sucedido en Oregón sacudía la cabeza y decía: “¿Fue en septiembre? Siempre parece ser una ocasión para el horror de algún tipo”.
Los miembros de una secta, la de los Rajneeshees, habían lanzado un ataque bioterrorista contra sus vecinos. Habían adquirido las bacterias de un banco de gérmenes y usado el pequeño laboratorio clandestino del culto para prepararlos. Habían envenenado las reservas de comida de un restaurante local. Los gérmenes eran Salmonella paratyphia, entre otros. Los vecinos del pueblo acabaron postrados en cama, algunos al borde de la muerte. Centenares se vieron afectados. Aunque se trataba del primer uso masivo de gérmenes en suelo estadounidense, el ataque recibió poca atención. Los culpables fueron condenados a veinte años de prisión y a pagar cuantiosas multas; cumplieron menos de cuatro años en una cárcel federal para delincuentes no violentos, de guante blanco. El cabecilla del culto recibió una condena de diez años de caŕcel con aplazamiento, pagó 400.000 dólares en indemnizaciones y dejó Estados Unidos. En septiembre de 2001, se informó de que se encontraba en el norte de Pakistán, cerca de la frontera con Afganistán.
“Los gérmenes patrióticos” de los que hablara una vez Sidney Gottlieb estaban en 2006 muy vivos y a la espera de volver a golpear. La realidad es que el mundo sigue tan poco preparado ahora como lo estaba cuando él pronunció estas palabras. Como en el caso de un terremoto, cuanto más lejos estamos del último ataque bioquímico, más cerca nos hallamos del siguiente. Con la salvedad de que un terremoto avisa con mas antelación.
En 2001, el Centro de Contraproliferación, sitio en la base de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos en Maxwell, Alabama, publicó un informe acerca de que el régimen del apartheid sudafricano había llevado a cabo en los años ochenta un programa llamado “Proyecto Costa”. Uno de sus objetivos había sido crear una “bomba étnica”, capaz de atacar e incluso matar a población negra del país sin causar daño alguno a sus habitantes blancos. La comunidad científica se encogió de hombros y dijo que era improbable que el Estado sudafricano, a pesar de su política de guerra declarada contra el Congreso Nacional Africano, dispusiera de los recursos necesarios para haberse acercado mínimamente a la creación de un programa de guerra biológica amenazador, por no hablar de que tuviera capacidad de fabricar una bomba étnica. La viabilidad de las bioarmas genéticamente específicas se desvaneció de los titulares.
Luego, en 2003, el equipo del respetado proyecto Sunshine, un programa de reflexión conjunta americano-alemán para analizar el papel de la ingeniería genética en la fabricación de nuevos tipos de armas biológicas, anunció que las armas etnoespecíficas eran factibles gracias a las nuevas tecnologías que traducían las secuencias genéticas que actuaban de detonadores de cualquier actividad biológica exitosa. Su análisis detallado de una amplia gama de datos del genoma humano había revelado que:
“Existen en efecto centenares, posiblemente millares de secuencias apropiadas para armas étnicas específicas. Es posible que no se requiera de ellas necesariamente que maten, sino que causen diversos síntomas: esterilidad, cansancio permanente o cualquier otro problema tal vez no fatal pero sí deseable desde la perspectiva de un agresor. Podrían usarse en una guerra declarada, en el campo de batalla o contra la población civil. O quizá ser utilizadas en operaciones encubiertas o en situaciones de conflicto, para desestabilizar, perjudicar económicamente o debilitar una sociedad”. Cualquier parecido con lo ocurrido con Hugo Chávez y la realidad venezolana no es pura coincidencia. (Resaltado del articulista).
La clave para crear una bomba étnica exitosa estribaba en aislar las pequeñas pero cruciales diferencias en el código genético humano. Esa diferencia no es más que de un 0,1%. Sin embargo, esa minúscula proporción contiene tres millones de “letras” del código del genoma, lo que hace imposible una comparación entre un individuo y otro revele una diferencia extrapolable a las diferencias entre los grandes grupos étnicos.
Pero esta publicación de estos trabajos, ya en sus partes finales continuarán, por razones de espacio, en la próxima entrega.
¡Bolívar y Chávez viven, y sus luchas y la Patria que nos legaron siguen!
¡Hasta la Victoria Siempre!
¡Independencia y Patria Socialista!
¡Viviremos y Venceremos!