Todo
imperio tiene conciencia del comienzo de su guerra, lo que desconoce,
cuando no vence de inmediato, es cuándo y cómo concluirla sin que nada
parezca un rendimiento de sus misioneros con bayonetas. El ataque, al
principio, le parece una centella de fuego que crea la sombra donde se
rinden sus adversarios. Nada le perece confuso, incierto, vacilante y
amenazador para el desembarco de sus soldados. Detrás de las fronteras
que violan está lo desconocido.
No
siempre llueve como tampoco eternamente es sequía. Robespierre decía
que a los pueblos no le agradan los misioneros con bayonetas. Mientras
más temprano inician la acción, más rápido creen en la victoria
inmediata. La resistencia lenta, esa que golpe tras golpe les va
desmoronando su poderío, es como el fantasma desconocido que le rasga
la piel en mil pedazos y lo hace confundirse en la incertidumbre y lo
enloquece en las propias derrotas que germina.
Heráclito
murió creyendo que el fuego era la sustancia que le daba vida al mundo,
porque es eternamente vivo, se enciende con medida y se apaga con
medida. Lo mismo cree el imperio, en su política de reparto y
colonización del mundo, sin que el fuego de las armas de la muerte esté
sujeto a la medida de encenderse, porque la incertidumbre del
desconocimiento de la verdadera y férrea resistencia de sus
adversarios, no le permite prever la medida de su apagamiento.
El
imperio se formula siempre el optimismo que por incontrolable desconoce
es el fatalismo que lleva por dentro para encender al principio el
fuego sin medida. Todo adversario le parece bisoño, lo subestima, y
espera su repliegue en bancarrota tan pronto se producen los primeros
asomos de las bolas de fuego del invasor. Ningún imperio va a la guerra
pensando que en su ataque pueda toparse con intervalos oscuros, y por
ello no incluye en su lógica los momentos sombríos de su ofensiva para
sus propios soldados. A los estrategas del imperio, sean de la política
en la paz o en la guerra de los esclavos, se les olvida que en una
batalla se mezcla siempre cierta cantidad de tempestad: <<quid obscurum>>, como lo
decía Víctor Hugo. Es allí donde no precisan las fluctuaciones y entran
en ese marasmo de ilusiones vertiginosas que lo arrastra a despreciar
la audacia y la inteligencia de sus opositores. El fuego sin medida,
vómito de su propia desfiguración de futuro, crea los perfiles de la
resistencia que le calcina el sueño y lo hace entrar en la pesadilla de
su propia incertidumbre. Es entonces cuando la geometría le engaña sus
cálculos. Lo que pensó para un minuto se le transforma en un día
completo. Por eso, ningún imperio se presenta a un desembarco
distinguiendo con claridad los caracteres de la resistencia de los
invadidos.
Todo imperio porta una estrella siniestra en el lado oscuro de su charretera: la política de esclavizar es la patria de su espíritu. En el ardor de las batallas no hay lecho de púrpura posible. En las sepulturas del cementerio todos somos semejantes: calaveras.
Los buenos diablos del infierno necesitan del cielo para dominar la
tierra. Por eso Dios anda viviendo de puro milagro. Los lobos pueden
atacar juntos pero ninguno se inmola por los otros. En la guerra el
idealismo puede ser un arma del espíritu pero no cura las heridas que
causan el pragmatismo de las balas de la muerte. Un senador francés le
dijo a un obispo francés <<Más vale ser diente que la yerba, tal es mi sabiduría>>. Eso tiene validez tanto para el invasor como para el invadido.
El
imperio siempre necesita de andar asomando sus dientes. Esa es la
amenaza constante que tiene por principio aterrorizar a la víctima
escogida de momento y de lugar. Todo se trabaja dentro del espacio y el
tiempo. En el Caribe el imperio estadounidense, maltratado por Bush
creyendo que lo perfecciona para gobernar infinitamente el mundo
rendido a sus pies, nos enseña sus dientes. Cree que la mayoría de los venezolanos somos yerba.
Un
destructor, una fragata, un crucero, 60 aeronaves donde destacan los
famosos F-18 y, según la estadística que no engaña a la geometría, unos
6 mil 500 misioneros con bayonetas hacen maniobras militares –“como
cosa de rutina”-
en aguas caribeñas. No faltan los epígonos, que hacen el triste papel
de barraganas de Estados Unidos, que también muestran la encía de su
miedo al servilismo de los dientes del imperio confiados en asustar y
doblegar a la víctima antes de propiciarse un desembarco de invasión.
No
pocos estados o gobiernos tiran la toalla con solo el terror que les
produce una maniobra militar de envergadura sofisticada frente a sus
costas, como las que acostumbra realizar el imperio estadounidense
sumando secuaces que gozan y se enriquecen a costa de la esclavitud de
sus pueblos. Sabemos que las guerras, incluyendo
a las revolucionarias, son por naturaleza brutales pero, hasta ahora,
el progreso humano ha dependido en buena medida de ellas. Sólo cuando
los trabajadores y las ciencias se abracen y en su abrazo fuerte
aplasten todos los obstáculos sociales, la guerra perderá para siempre
toda razón de motivación.
Todas
las invasiones ejecutadas por el imperio estadounidense han estado
precedidas de maniobras militares y, éstas, de campañas sicológicas de
guerra sucia contra la víctima seleccionada. Benjamín Franklin, sin
contribuir a la libertad material de ningún pueblo expoliado por el
imperialismo estadounidense, legó, sin embargo, un destello de luz para
la liberación del espíritu: no se puede engañar todo el tiempo a todo un pueblo. Eso es un clavo en la horma del zapato de los misioneros con bayonetas.
El
imperio, especialmente cuando un Luis Bonaparte cualquiera concentra en
su pistola todo el arsenal bélico de su nación, tiene la visión de una
maniobra militar como si ésta fuese un cadalso. A veces tienen el
cinismo de informarlo a la víctima como para darle el chance que se
retracte a tiempo de su soberanía y no sufra de la acción posterior que
se la va arrebatar: la invasión.
Nada
mejor que solicitar permiso a Víctor Hugo para parafrasearlo
describiendo nosotros la maniobra militar estadounidense en aguas
caribeñas como si fuese un cadalso como visión, que lleva en su entraña
el mensaje de decirle al gobierno venezolano que se deje de esa
de andar queriendo decidir su propio destino, porque
todo lo nuestro es primero es primero del imperio. La maniobra militar
gringa no
es un movimiento de naves, máquinas, armas y fuerzas humanas inertes de
hierro, madera, motores, tecnología, carne y huesos. Es una especie de
ser, que tiene –lo sabemos- una sombría iniciativa. Se diría que los componentes de la maniobra militar que se ven, se mueven y se
oyen tienen una voluntad que les dirige con un objetivo premeditado. En
la horrible meditación en que el movimiento militar visto sume al alma,
la maniobra aparece terrible y con clara conciencia de lo que hace. La
maniobra es el cómplice del verdugo (el imperio); amenaza, chantajea,
muestra sus dientes, no puede esconder su sed de sangre ni su hambre de
muerte para esclavizar a casi todo un continente venciendo a una nación
que no acepta que la amanecen y clama por el respeto al derecho a la
autodeterminación. La maniobra es una especie de monstruo fabricado por
el juez (Bush) y por el carpintero (ejército); un espectro, que parece
vivir de una especie de vida espantosa, hecha y amasada con todas las
muertes que ha dado.
El
generalísimo Pablo Morillo se presentó con algo muy semejante -si
tomamos en cuenta las diferencias de épocas- en las costas venezolanas
en tiempo de Bolívar. Pensó que el terror era suficiente para que la
metrópolis izase de nuevo su bandera de colonialismo en la latitud de
nuestra América del Sur. Entraron a nuestra geografía sus misioneros
con bayonetas, y despertaron muy temprano en la derrota. Ya había mucho
pueblo dispuesto al sacrificio por su independencia como nación.
Jugaron con candela y se quemaron en el propio fuego que atizaron sin
medida.