La democracia que defiende Almagro y define la Carta Democrática Interamericana no es el tipo de democracia participativa y protagónica que se trata de construir en Venezuela desde 1999, por lo que su intención no refleja en ningún sentido el esfuerzo hecho por los sectores populares para acceder a un nivel mayor y más efectivo de democracia ni se ajusta a la realidad que sufre la población venezolana gracias a la violencia política y al desabastecimiento programado, puestos en marcha por la oposición apátrida para derrocar al Presidente Maduro.
En esta maniobra injerencista, se nota a simple vista que tras lo dicho y hecho por el secretario general de la OEA se halla la mano peluda del imperialismo gringo, tratando así de legitimar sus planes neocolonialistas, diseñados para recuperar su hegemonía en toda la extensión de nuestro continente. Tal maniobra, pese a sufrir un traspié recientemente en en el seno mismo de la OEA, no podrá obviarse, a sabiendas que ella sólo es otro pretexto para acosar al gobierno de Maduro, aumentando la presión ejercida en su contra desde diversos frentes, tanto dentro como fuera de Venezuela; lo cual induce a pensar que tal cosa no será contenida, por mucho que todo el chavismo muestre una disposición conciliadora.
Así que, si el gobierno de Maduro quiere impulsar una verdadera rebelión popular que derrote por completo esta conjura de la oposición apátrida y de sus mentores del imperialismo gringo, tendrá que adoptar medidas que tiendan a darle verdadero realce al papel protagónico del poder popular en todas las instancias posibles, sin cooptación y/o subordinación, poniendo a su disposición todos los recursos legales y extralegales que lo hagan realidad. Sin excusas, obedeciendo a un mismo y único lineamiento político e institucional, de manera que exista una articulación efectiva entre el poder popular organizado y el poder constituido, evitándose en todo momento su burocratización, lo que, de producirse, anularía cualquier asomo de democracia participativa y, por consiguiente, de cambio revolucionario.
Además, es necesario que este poder popular organizado no únicamente ejerza funciones contraloras e influya decisivamente sobre la gestión cumplida, o por cumplir, de las diferentes instituciones públicas. Es preciso que éste ejerza también un control territorial realmente efectivo, incluyendo el ámbito económico-productivo, de un modo absolutamente diferente a la lógica y los paradigmas tradicionalmente aceptados y reproducidos, creyéndose que los mismos jamás podrán reemplazarse.
Para alcanzar dichas metas, hará falta que surja igualmente un nuevo tipo de liderazgo revolucionario, conscientemente formado, que actúe en calidad de vocero de los intereses y las decisiones de los sectores populares organizados, lo cual implica deslastrarse de los rasgos que legitiman las relaciones de poder habituales, con sus esquemas de representatividad, jerarquización y autoritarismo; contrarios a todo lo que signifique revolución y socialismo.
Sin embargo, hay que ser consciente que esto tendrá sus contratiempos y resistencias entre quienes se hallan al mando de las diversas instancias del poder constituido (aún el de menor radio de acción), anticipando, con «justo» temor de su parte, que podrían ser desplazados, olvidándose que su responsabilidad principal debiera centrarse en lograr la transformación estructural del Estado y no únicamente en la satisfacción de sus intereses personales o, en el menor de los casos, en la preservación de la hegemonía político-partidista de la organización en la cual milita.
Con estas líneas generales de acción (más aquellas que se sumen durante su desarrollo y consolidación) se podría conseguir que los sectores populares, de una u otra forma, asuman la revolución bolivariana como un proyecto de creación democrática permanente y no como la simple posibilidad de convertirse en los beneficiarios mimados de la gestión social de un gobierno populista más, ajustado al concepto de democracia que prefieren Almagro, el imperialismo y la oposición.