Finalmente, el gobierno de Estados Unidos decidió ejecutar un ataque aéreo directo en contra de Siria, en vez de continuar haciéndolo de forma no oficial, aduciendo que lo hacía como represalia al presunto uso de armas químicas por parte del gobierno de Bashar al Asad para reprimir a la población civil que lo adversaría. Esto constituiría un plan largamente calculado, tratando de contener la injerencia de Rusia y, en un grado menor, de China en esta nación del Oriente Medio.
Para muchos analistas, dicha acción bélica implica el desencadenamiento de una guerra de mayores proporciones en la que combatirían, además de Estados Unidos y Rusia, Irán, Arabia Saudita (que mantiene una agresión militar desproporcionada contra Yemen, sin mucha objeción de la llamada comunidad internacional), e Israel, siendo éste el mayor beneficiario de este conflicto mundial en potencia, lo que le permitiría expandir sus actuales fronteras, liberarse de la existencia del pueblo ancestral de Palestina y ocupar el amplio territorio que formó el reino de David y, luego, de su hijo Salomón.
En su primera orden de tipo militar, Donald Trump alega que el ataque del martes 4 de abril en contra de la provincia rebelde de Idlib, aparentemente perpetrado con gas sarín, con el saldo trágico de más de 80 civiles muertos, le impulsó a “prevenir y disuadir el uso de armas químicas mortíferas es en el interés nacional de Estados Unidos”.
Lo que no se revela es que tal ataque coincide con la derrota en ascenso de sus mercenarios del Daesh, así como con el atentado terrorista en San Petersburgo, Rusia. Tampoco se dice que desde hace décadas, en Estados Unidos, la clase gobernante -la más fanática en sentido religioso- se trazó la meta de contribuir con el pronto advenimiento de la guerra de Armagedón prevista en la Biblia, por lo que sus promotores y soldados no sienten ningún remordimiento, dado que están haciendo lo programado hace miles de años por su dios y creador; cuestión paralela a lo pretendido por el Daesh con Dabiq, sitio éste donde habría la batalla final entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal.
Sin embargo, la situación general en el conflicto sirio no resulta tan simple, combinándose elementos diversos en el mismo, pero entre los cuales destaca el interés geopolítico del imperialismo gringo de control directo de los ricos yacimientos de hidrocarburos que allí se hallan, además de los pertenecientes a Irak y Libia.
Debiera llamar la atención que esto suceda cuando las fuerzas mercenarias del Daesh han tenido un importante repliegue del territorio sirio y la diplomacia rusa ha logrado cierto consenso respecto a la necesidad de un cese total de la guerra, ya que, de no lograrse en un corto plazo, sus consecuencias podrían manifestarse con creciente intensidad en las naciones europeas, gran parte de las cuales han respaldado, en diferentes niveles, los ataques a Siria.
La decisión de Trump no obedece a un hecho aislado ni está inspirada por una vocación justiciera, como se quiere hacer ver a través de las grandes corporaciones de la información, implantando matrices de opinión favorables a los planes desestabilizadores desarrollados en suelo sirio. Ello va más allá. Tiene como objetivo estratégico desplazar la presencia e influencia de Rusia y de cualquier otra potencia que represente una amenaza (cierta o eventual) para los intereses estadounidenses en una región que es vital para el estilo de vida capitalista de su población.
En todo caso, la agresión militar estadounidense a Siria no puede simplificarse ni observarse bajo los criterios manejados por la industria ideológica del imperialismo gringo. Hay que entender que sus efectos -de una u otra manera- se harán extensivos a todo el planeta, independientemente de si se origina o no, como en el siglo pasado, una nueva guerra de alcance global.-