Siempre: Don Francisco Herrera Luque.
—La célebre frase de Joyce: “La Historia es una pesadilla de la cual trato de despertarme. Tan repetitivo como ella es el símil del sueño con la muerte: Morir, dormir acaso, supone Hamlet. Pero a continuación se pregunta: ¿Qué clase de sueños perturbarán ese reposo?, ¿con qué ilusiones hemos intentado alcanzar la cura milagrosa de nuestro pecado original de sabernos efímeros?”
Libertador nos comentó:
Tenga o no razón mi gente, esto es lo que les hace falta a los gringos de vez en cuando: que abusemos alguna vez de ellos en represalia por lo que ellos no hacen a diario y desde hace más de siglo y medio. Yo siempre tuve muy malas relaciones con los gringos y con sus representantes diplomáticos. Al Ministro de los Estados Unidos en Bogotá lo hice salir de la Gran Colombia.
—Se celebraba una comida de gran coturno en la Embajada. Alguien tuvo la ocurrencia de brindar por Washington y por mí. El Embajador que estaba borracho, comentó retador:
—Washington muerto vale más que Bolívar vivo.
—¿Con que así es la cosa? —respondí a Urdaneta cuando me lo comunicó—. Pues déjame probarle lo contrario. Anda y dile que recoja sus macundales y que le doy cuarenta y ocho horas para salir de Bogotá y del territorio nacional en el primer barco que salga de Cartagena.
—¿Saben ustedes cómo se llamaba el dicho ministro? Pues nada menos que Harrison, el que años más tarde llegaría a ser presidente de los Estados Unidos y que tanta vaina les echaría a nuestros países. Si mis sucesores hubiesen seguido mi ejemplo, tanto en Venezuela como en nuestra América, otro gallo nos cantaría; (excepción del Comandante Chávez) pero aquí los Embajadores americanos son algo así como Capitanes Generales en tiempos de la Colonia.
—"¿Qué es lo que tenemos que esperar para embarcarnos?" rugía, más que murmuraba, el curazoleño Manuel Piar. "Fusiles y cañones tenemos de sobra, al igual que coroneles y generales. Tan solo nos falta tropa y eso no es problema; apenas desembarquemos, acudirán los hombres por montones a ponerse bajo nuestro mando>>. Manuel Piar, luego de José Francisco Bermúdez, era el más díscolo y revulsivo de aquellos oficiales que atendieron a su llamado y al del Presidente Petión.
Muchos de aquellos hombres que servían bajo su mando lo detestaban, por muy diversas razones. Sólo la salvaba el odio que reinaba entre ellos. Por ese mutuo resquemor, impuso su jefatura única, y aun así, José Francisco Bermúdez, meses atrás, intentó disputársele. Respondió a los que pretendían delegar en un triunvirato el mando de la expedición: "Puede que yo no sea el mejor para ejercer la jefatura; pero jamás consentiré en una división de poderes", cuando Bermúdez salto áspero y retador: "De que no sois el mejor, nadie lo duda. Vuestra larga carrera de fracasos lo expresa muy claramente. Aparte de no ser muy valiente que digamos". Hubo forcejeos e insultos de parte y parte. En medio del tornado, se impuso la voz de Brión:
—Les participo que, si quieren expedición, Simón Bolívar tendrá que ser el jefe único. De lo contrario, no pongo mi flota, ni el Presidente Petión sus fusiles. Escojan, pues.
La amenaza cumplió su efecto. Bermúdez, seguido de unos cuantos oficiales, abandonó la empresa "ya que él no era cachicamo para trabajar para lapa", como proclamó al salir.
Apenas ponga los pies en Venezuela, me comeré media docena de ellas y con bastante picante. ¿Te gusta el picante, Brión?
—Lo que me preocupa, Libertador –dice con voz queda, luego de mirar a Manuel Piar, recostado de un árbol a unos veinte pasos–, es esta larga espera. Los hombres están inquietos. Algunos quieren seguir el ejemplo del General Bermúdez. Todos quisieran embarcarse de una vez y plantarles cara a los españoles.
El General Santiago Mariño anda murmurando por ahí que en mala hora aceptó su jefatura; que él es tan jefe y tan Libertador como usted para estar sometido a sus insensateces.
—Que se largue, si no le gusta –respondió con desabrimiento–. Yo no tengo a nadie amarrado.
—El Libertador: “Pero hay que ver que ustedes sí que tienen bolas —exclamó violento, poniéndose de pie—. Llegan ustedes como unos mismos muertos de hambre a mi campamento, que es el único ejército en pie de guerra que queda en Venezuela, y en todos los contornos de nuestra América, y pretenden que yo renuncie así como así, para que ustedes me vengan a mandar. Ustedes están más locos que una tara chiquita”.
—Nunca se me olvidará lo que me sucedió con un joven oficial cucuteño a quien en la Grita le di una orden. El mozo, haciéndose eco de lo que venía diciendo Del Castillo, me contestó de malas maneras, negándose a acatar mis instrucciones. Se me revolvió el Bolívar con el Palacio y, sin poderme contener, le grité desaforado:
¡Carajo, o usted me obedece o me mata, porque, si no, yo soy el que lo va a matar a usted!
El muchacho se chorrió y, casi temblando, me respondió:
"Sí, mi general; sí, mi general; como usted, mande y ordene".
—¿Saben ustedes cómo se llamaba aquel joven oficial que pretendió irrespetarme? Pues nada menos que Francisco de Paula Santander, el hombre que, con José Antonio Páez, más vainas me ha echado en mi vida.
–Manuel Piar en su celda de Angostura ve despuntar el alba, mientras desgrana sus últimos recuerdos. Dentro de pocos momentos marchará hacia el paredón bajo la acusación de insurreccionar las castas contra él. Carlos Soublette, quien ha servido de fiscal, al fin se salió con la suya. Ha sido elocuente en sus pruebas, hasta el punto de convencer al bueno de Brión de su culpabilidad: Su compañero de infancia y de tantas aventuras también lo ha condenado a muerte. Su voto es el único que le ha dolido hasta las entrañas, ya que los otros lo odiaban con tanta saña como él los odiaba a ellos. Fue ese odio abismal, perenne, creciente y confuso el que lo llevó a su destrucción.
Me traicionaron, me descubrieron y aquí estoy pronto a comparecer ante Dios, por obra de este hombre que aún no sé si, además de ser mi verdugo, es mi hermano.
El toque de diana entró con los primeros rayos de sol. Redoblaron los tambores. Manuel Piar, precedido por un cura, salió de la cárcel en dirección al paredón de la Iglesia. En la acera de enfrente, en una casa de dos balcones, el Libertador, acompañado por su edecán Bernardo Herreras, contempla la escena que se desarrolla abajo.
Por orden expresa suya, no se degrada a Piar y se le concede el honor de dirigir su propio fusilamiento. Cuando la voz metálica del reo grita a los fusileros: "¡Apunten!", no puede contenerse y abandona el balcón. Al escuchar la descarga, se cubre la cara con las manos y emite un sollozo: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿qué he hecho? He derramado mi propia sangre".
—Se llamaba Manuel Piar y era un general de verdad, verdad.
A pesar de tenérsele oficialmente como pardo, ya que era hijo de una mulata curazoleña y de un isleño, primo hermano del padre de Carlos Soublette, Piar tenía la tez sonrosada, los ojos verdes y el perfil romano; en tanto que su cabello, castaño, claro, fino, suave y ondulado, entreveraba mechones amarillo oro. Había muchas consejas sobre su origen. Según supo por boca ácida al despuntar la adolescencia, su verdadera madre era Belén Soledad Xerez de Aristeguieta y Blanco Herrera, hija menor del poderoso mantuano caraqueño Don Miguel Aristeguieta, quien murió de vergüenza en 1782, al enterarse que Soledad había engendrado un hijo ilegítimo.
Sí, sí, era hijo de príncipe. El seductor de Soledad, su verdadero padre, había sido el príncipe José de Brasil, hijo de la reina María I de Portugal y heredero del trono. El Príncipe, amigo de Miranda y de Lafayette, estuvo de visita en Caracas, posiblemente para medir las pulsiones independentistas que desde hacía algunos años capitaneaban algunos mantuanos; entre otros, el padre de ese hombre a quien detesta y se hace llamar Libertador. Su odio no era gratuito; era profundo, tortuoso y de vieja data.
—No, eso no era posible –dijo una y otra vez, y con mayor ahínco cada vez que el destino los enzarzaba en cruentos y dolorosos antagonismos. Pareciera que el destino hubiese determinado que donde Bolívar estuviese no podría estar él y viceversa.
Su odio por él estalló definitivo a causa de Miranda hoy encarcelado por su culpa en la cárcel de La Carraca en Cádiz. Él amaba, al igual que Labatut y mucha gente, al Generalísimo Francisco de Miranda. En 1806 lo conoció en Barbados a través de Lord Cochane, Al mirante de la Flota Inglesa en el Caribe.
El Generalísimo, a su vez, encontró en él a un joven receptivo, de extraño talento para la guerra y la política. Por matar el tiempo y la larga esperas, se deleitaba, para regocijo de su alumno, en mostrarle toda su sabiduría de táctico y estratega. Piar atendía con suma concentración lo que el viejo soldado iba enseñándole sobre el mapa o frente a las murallas del castillo que dominaba la isla. Un día, llego la hora de la empresa. Sin pensarlo ni por un momento, decidió acompañarlo. El desembarco por Ocumare fue todo un fracaso y tuvieron que huir hacia Trinidad escoltados por dos fragatas inglesas. Miranda regresó a Inglaterra y él se quedó en Trinidad. "No te preocupes, Manuel, que tarde o temprano volveré sobre mis pasos. Estudia entre tanto el arte de la guerra que te he enseñado y la estructura del Imperio español en Venezuela. Estoy seguro que tarde o temprano serás de gran utilidad a la causa que compartimos".
Por eso, cuando se produjo el 19 de abril de 1810, él, que se hallaba en Cumaná, se ofreció a formar parte de la delegación que viajaría a Caracas, donde ya se encontraba como Jefe Supremo el héroe de su juventud. Miranda lo acogió con entusiasmo y lo eligió como su edecán junto con Carlos Soublette, a quien se lo impuso la Junta Suprema para que vigilase sus pasos. Carlos Soublette y él ahondaron aquel odio primero. Se había hecho aún más desdeñoso y no hacía otra cosa que estar atento a todo cuanto hacía. El Generalísimo Miranda también lo detestaba y le hacía toda clase de antipatías. Volvió a encontrarse con Bolívar. Era más insoportable y altivo que ahora. A pesar de que había sido él quien le impuso a la Junta Suprema la presencia de Miranda en Caracas, a éste no le quedó más camino que ponerlo de lado hasta aquel mal día, ésa fue su desgracia, en que lo envió, junto con el Coronel José de Austria, para que lo convenciesen de que se hiciese cargo del castillo de Puerto Cabello.
"Pero lo que nunca habré de perdonarle fue la prisión del Generalísimo y su entrega a los españoles. Yo estaba en La Guaira cuando lo vi pasar escoltado por Bolívar, Soublette, De las Casas y Manuel Peña. Lo llevaban como al peor de los delincuentes. Bolívar lo llamó coño `e madre, ladrón y traidor. Y de chiripa me salvé. Me embarqué en una canoa, abordé al Zafiro y, a punto de pistola, ordené al capitán poner proa de inmediato hacia Curazao, adonde llegue sano y salvo.
Bolívar me ha explicado mil veces que todo lo sucedido con Miranda fue un grave error. Que él fue víctima de una serie de intrigas y malos entendidos. Pero yo no lo creo. ¿Por qué entonces el español Monteverde le dio un salvoconducto para que se fuese de Venezuela? Allá en Curazao lo vi llegar. Me dio una rabia tamaña. Por eso le aconsejé al judío a quien los patriotas le debían unos reales que le embargara el equipaje. Mire que yo gocé viéndolo tan orgulloso, pasando más trabajo que un perro sin mata para mear. Ahí fue donde conoció al bueno, por no decir al gran pendejo de Brión, a quien logró convencer, con su labia endemoniada, que lo llevase en su barco y de gratis a Cartagena.
—“Nunca di un paso durante la guerra que pudiese calificarse de cobarde, pero lo de Ocumare fue un imperdonable desastre. Aquella noche perdí mi ejército y el material de guerra que tenía. Hoy, 16 de julio, se cumplen diez años de aquella catástrofe. Bien me conocen ustedes y de lo reacio que soy a astrólogos y a supercherías; pero en el mismo momento en que estuve a punto de quitarme la vida, en aquel aciago año de 1816, moría, en su prisión de La Carraca. Don Francisco de Miranda, derrotado diez años atrás en el mismo Puerto de Ocumare”.
Con ojo zahorí, se percató de la situación apenas piso Venezuela. Someter a los revoltosos y seguirle juicio a Páez, era menos que imposible. No contaba con fuerzas suficientes, y, de haberlas traído, Venezuela entera hubiese reaccionado en su contra, tales eran los infundios que circulaban sobre sus propósitos. Por eso decidió cortar por la sano. A los pocos minutos hizo saber que venía en son de paz, que Páez, quedaba ratificado como jefe Superior y Militar de Venezuela y que a nadie se le haría ningún mal por todo lo que había pasado a raíz de la revolución llamada La Cosiata. "La mano que no puedes cortar, bésala" —decía Maquiavelo, y la mano de Páez era de acero. Por eso se arriesgó a dar aquel golpe escénico de salir solo y desarmado al encuentro de su enemigo, que lo esperaba rodeado por un regimiento de los mejores. Con un golpe escénico como aquél se había salido con la suya al entrevistarse con Morillo, el General español, y mucho menos San Martín, e Libertador del Sur.
Páez, encima, tuvo una atroz ocurrencia: Páez no era Morillo y mucho menos San Martín. Ambos eran dos grandes caballeros, capaces de deslumbrarse ante el valor y de inclinarse ante la justicia. Ninguno de ellos hubiese sido capaz de hacerle el menor daño en semejantes circunstancias. Páez, por lo contrario, como él mismo se jactaba: no creía en pájaros preñados, ni tampoco en gestos y, mucho menos, en palabras. De haberle convenido, hubiese ordenado fusilarlo a mansalva. Con su muerte, no hubiese pasado absolutamente nada. Uno que otro hubiese murmurado sobre el magnicidio y, al final, todo el mundo se hubiese olvidado de lo sucedido y punto. ¿Por qué no disparó? ¡Vaya usted a saber! Lo más probable es que no tuviese necesidad de hacerlo, ya que, al fin y al cabo, era dueño y señor de Venezuela, como pudo constatarlo continuamente en los tres largos meses que ya llevaba en Caracas. Todos los resortes del poder estaban en sus manos. Sus amigos de ayer habían muerto o estaban minimizados y sustituidos por hombres de Páez. La gente lo vitoreaba y halagaba apenas se dejaba ver. Páez, mantuvo, hasta donde le fue posible, su aparente sumisión. Pero bien sabía que no podía hacer nada que lo pudiese contrariar. Para apaciguarlo, le prometió que trasladaría a Caracas la sede del Gobierno de la Gran Colombia, dejándole ver que a su muerte, que sería pronto, ya que andaba muy mal de salud, él sería su heredero y sucesor. Pero, sea cual fuese el caso, él sabía ciencia cierta que, mientras Páez viviese, Venezuela jamás regresaría al seno de la Gran Colombia. Estaba sencilla y llanamente derrotado.
—No soy un fantasma cualquiera: Soy, El Libertador, que he venido a salvar a nuestra Venezuela del caos.