No hay duda, el odio estupidiza de modo infinito. Por otro lado, la condición de pluma tarifada tampoco tiene el mínimo sentido del ridículo. Estoy tentado a creer que no estamos en presencia –quizás- de ninguno de los anteriores supuestos y que lo que realmente está pasando es que se confía en el público lector cautivo. Sobre este sector enfermo se vacía cualquier lata de excremento confiado en que han perdido toda capacidad de crítica.
Primero fue el prestigioso -¿en verdad se podrá decir eso luego de tanta basura?- diario estadounidense The New York Times. Allí, en una nota destacada en primera plana se hace mención a la conferencia de prensa ofrecida por el presidente de la República Bolivariana de Venezuela al culminar su intervención ante la Asamblea General de la ONU. Un periodista afirma –acaso por no entender español, no obstante el servicio de traducción que se ofrecía- que Chávez “asesinó” al escritor y lingüista Noam Chomsky. El video de la conferencia demuestra que Chávez nunca “asesinó” a Chomsky y si acaso dio el sentido pésame a los familiares de John Keneth Galbraith, el economista y escritor estadounidense, efectivamente fallecido en 2006 y quien es el autor de la célebre teoría de los poderes compensatorios.
¡Bien!... grave, muy grave que a la dirección de un medio de tanto “prestigio” se le vaya un gazapo de semejante calibre, pero… lo realmente ridículo viene ahora. El Nacional, aquel viejo periódico que muchos estimamos en otros tiempos, hoy desaparecido como tal por causa de su enconado y estúpido dueño -“Bobolongo” según aguda definición de Teodoro Petkof-, no sólo se hace eco del error del periódico neoyorkino sino que lo convierte en sabroso editorial. De no ser tan grave –dado que el Editorial de un periódico es la voz de su consejo de redacción- diría que está bien escrito, el uso de la esgrima literaria es hasta sabrosita. Se evidencia que gozaron un puyero mientras lo escribían. Tener en las manos una oportunidad de llamar a Chávez mono inculto, mico-mandante, y ese largo etcétera de epítetos que tantos placeres les ha producido debió ser orgásmico. Casi avivan el inconveniente sentimiento de la envidia. ¡Cómo deben haberse reído, gozado, recreado y deleitado. ¡Dale tú pana!, ¡espera me toca a mí darle lo mío!, ¿cierto Miguel Enrique?
¡Ah, baile, que poco dura la alegría en la casa del pendejo! Todo un editorial por el suelo. Un video –eso que llaman prueba documental pública y notoria los abogados de estos tiempos- les quitó la sonrisa y convirtió la gozadera en un velorio. ¡Ya está que piensan ustedes que hasta aquí llega la ridículo! ¡¡¡No!!! ¡Faltaría más! Con pruebas develadas de por medio un idiota con cara fiera y un odio desmedido por esta patria que lo acogió, el marido de aquella mujer que alguna vez le cantaba al pueblo, Soledad Bravo, un individuo de nombre Antonio García, no dejaría pasar la oportunidad de compartir el ridículo con Miguel Enrique e incluso superarlo. Se ha lanzado sin paracaídas con una carta a Noam Chomsky insistiendo en la mentira. Eso sí, con un uso particularmente cursi de la lengua. Rebuscado, ridiculísimo, lleno de citas que demuestren su altísima cultura, este caballero se mandó por la calle de en medio. ¡Párate ahí Miguel, que voy contigo!
No he visto una nota, aún pequeñita, de El Nacional ofreciendo alguna explicación a sus lectores –dicen que la familia de los dueños lo leen-, llevando el ridículo a una escala superior mezcla de lo anterior más la arrogancia del soberbio nato. Sencillamente hicimos el ridículo…¿y, y, y, y,? ¡Ah, bueno!, pero… ¿Qué me dicen del intelectual marido de Soledad Bravo?, ¿éste a que género pertenece?, ¿acaso a una nueva clasificación?, ¿algo así como cursirrogante?, ¿o será más bien algo mucho más socorrido y crematístico?, ¡quien sabe!, ¿Traidor, arrastrado y vendido sin vergüenza? De pronto, después de todo, en ambos casos, es eso y sólo eso. La conclusión es relativamente sencilla, no hay que tenerle bronca al señor García, él ha escrito y publicado su artículo luego de todas las aclaratorias ofrecidas por distintos medios, de modo que su mentira no es fruto de un gazapo sino ex profeso. Está partiendo de algo intolerable a cualquier escritor o periodista: la mentira como ejercicio cotidiano y el más descarado irrespeto por aquel que tenga la desgracia de leerlo.