Al decretar George W. Bush que Hugo Chávez representa una mala influencia para América Latina y el Caribe, habría que reconocerle que tiene mucha razón (según su punto de vista neoconservador, desde luego). Si no, cómo se explica ese giro no calculado a la izquierda que están protagonizando - con sus matices particulares- los pueblos de nuestra América, esta vez sin miedo y con propuestas políticas que superan en mucho el tradicional modelo de democracia representativa que tanto gusta a los amos de Washington. Esta “mala influencia” (unida a otra, esta vez ubicada en una isla del mar Caribe) tiene el descaro de demostrarle a los pueblos oprimidos de La Tierra que sí es posible hacer una revolución en paz, utilizando los mismos mecanismo que legitimaron en el pasado la usurpación de la soberanía popular y dándole cabida a un nuevo y nada esperado sujeto social de la revolución: los excluidos de la sociedad capitalista.
Esto, aunado a la prédica reiterativa para que se creen las condiciones de un orden internacional multipolar, totalmente contrario al intervencionismo militar, político y económico característico del imperialismo yanqui, convierte a Hugo Chávez en blanco de los planes desestabilizadores de la Casa Blanca, previniendo un efecto dominó en el sur de su territorio que afectaría grandemente su tradicional papel hegemónico en todo nuestro continente. La prédica chavista atenta contra ese orden unipolar regido por las grandes corporaciones transnacionales, bajo el esquema de la globalización económica neoliberal, y, por ello, ya es razón suficiente para que Bush lo incluya en su lista de enemigos de Estados Unidos. Si a ello agregamos la oposición frontal asumida por el Presidente venezolano en contra del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y su negativa pública a justificar las agresiones imperialistas a Afganistán, Irak y, más recientemente, Líbano, granjeándose las simpatías del pueblo árabe en general, se comprenderá mejor el por qué Hugo Chávez y, con él, el proceso revolucionario bolivariano, le es incómodo a los jerifaltes de Washington.
Todos estos elementos le sirven al régimen de Bush para satanizar a Chávez y al proceso revolucionario que lidera en un intento (fracasado, por cierto) por aislarlo del contexto internacional y así aprovechar, de algún modo, esta circunstancia para actuar con mayor libertad de movimiento en su deseo de derrocarlo. En este sentido, los esfuerzos diplomáticos y políticos del gobierno de Estados Unidos están dirigidos a descalificar, con ayuda de ciertos sectores oposicionistas, al gobierno de Venezuela, llegando al colmo de acusarlo de intervencionista en los asuntos internos de otras naciones latinoamericanas, de favorecer al narcotráfico y al terrorismo internacional. No sorprendería que amaneciera un día denunciando que Chávez estaría ordenando la fabricación de armas de destrucción masiva, por lo cual se prepararía el Pentágono para invadir el territorio soberano de Venezuela.
Para lograr su cometido, Bush tendría que emplearse a fondo para cerrar -en palabras de Napoleón Saltos Galarza- “la cadena en torno al eje Uribe-García, asegurar el control aéreo andino y cerrar el paso a la expansión del `neopopulismo´ liderado por Chávez”, impidiendo que países, como Ecuador, cuya efervescencia social prefigura el estallido de una revolución popular singular, caigan en la órbita izquierdista que se presenta en nuestra América. Por ello, la estrategia estadounidense se orienta a conseguir que los procesos electorales latinoamericanos favorezcan a los candidatos afines a sus intereses. Observando los acontecimientos, no queda duda respecto a lo afirmado por Bush: Chávez es “una mala influencia”, ya que sus logros como líder de un proceso revolucionario único, diferente en estilos y vías a los del pasado, el apoyo masivo del pueblo venezolano y su propuesta de construir un socialismo en el siglo XXI, le están señalando a la América toda un camino de emancipación que es negativo para los dueños del poder en Washington.-