En el consultorio número 23:
—Haber, haber, cuéntemelo todito, señor John. Pero antes, póngase cómodo, aflójese el cinturón, y afloje ese cuerpo. Lo noto tenso… Siéntese en ese sillón, olvídese de todo, y comience a hablar.
—Doctor, mi problema es que sufro con un sueño repetitivo que me tiene enloquecido.
—¿En qué consiste el sueño, señor John?
—Doctor sueño que soy el hombre maravilla… Aclamado por los estadounidenses, blancos y negros, latinos y amarillos, entre otras razas. Siento que me ahogo ante el calor de mis fans. Sudo la gota gorda, y cuando me despierto me siento mal. Muy debilitado y decepcionado, pues, el sueño es tan real, que en verdad me siento el hombre maravilla, y gozo un pullero de tan repentina popularidad… ¿Será eso malo, doctor?
El doctor garabateó sobre una libreta. Levantó su cabeza y miró al paciente, quien, a su vez, miraba detenidamente, al cielo raso, como si estuviera en una nebulosa del más allá.
—Mira John, dice un dicho popular que soñar no cuesta nada, pero a ti te está costando un mundo. El hecho que estés hablando conmigo, ya significa un costo. Además, y, para mí, es lo más grave, tú te estás creyendo el hombre maravilla, según tus mismas palabras. Ese personaje es un héroe popular, casi en todo el mundo. Héroe, como usted y como yo. Todo el mundo carga en su ADN una dosis de héroe. Además, intuyo en usted un hombre de un gran poder. Carismático y locuaz. Ese poder tiene que canalizarlo en beneficio de los demás, tal y como lo hace, en rol de personaje de ficción, el hombre maravilla. Pero, para que eso se concretice, usted tiene que desprenderse de esa falsa creencia de que usted es lo que no es, ni parece lo que parece ser. Usted tiene que en primer lugar, conocerse así mismo, y luego ser tú mismo, como decía una canción de la época de mis padres. Usted es un simple mortal como lo soy yo. Por lo tanto, tiene que aterrizar… Hey, hey, John, despierte. Se me ha quedado dormido el hombre. ¿Qué paso? Por favor, dígame qué pasó?
John, apenado, se pasó la mano por la cara. Masajeó sus párpados y fijó su mirada en la blancura de las paredes, a la par que soltó:
—Pasó, doctor que me quedé dormido y comencé a soñar… El mismo sueño. Pero ahora se trató de que yo, como tal, o sea, como el hombre maravilla, abandonaba el hospital psiquiátrico donde mi familia me había confinado, en contra de mi voluntad, por supuesto. Yo siempre me he negado a aceptar que estoy loco, o algo parecido… ¿Usted no me ve cara de loco, ni de algo parecido,verdad?
El doctor lo interrumpió:
—Pare, allí, pare allí, señor John… Usted no me había dicho que estuvo internado en un psiquiátrico… Por cierto, ¿no nos hemos visto antes?
—Usted no me lo había preguntado. Además, no es un psiquiátrico, al estilo que usted conoce, no, doctor. Se trató de una casa de descanso, me ¿entiende? Ubicada en un campo, donde uno se conecta con la madre naturaleza, y bota el estrés que nos consume, por querer ser otro, para lo cual no nacimos…
—¿Cuándo sucedió eso, señor John?
—No me acuerdo con precisión, pero creo que fue en una época cuando comencé a creerme a mí mismo, como un enviado del Señor para poner las cosas en su sitio en este país. O sea, terminar con el desorden imperante, por falta de gobierno. Fue entonces, que convoque a un grupo de gente a una plazoleta. Levante mi mano derecha y me autoproclame presidente. Lo demás se lo dejé al Señor… Y eso se me metió entre ceja y ceja, después que leí un libro de autoayuda, donde me decía: ¡Tú, si puedes! ¡Tú, si puedes! ¡Tú, si puedes! Y como yo deseaba ser presidente, pasó lo que pasó. Pero doctor, tengo otro pero. Eso fue un sueño. Muy lejos, lejos de la realidad. Y de pronto, me encontré en un hospital psiquiátrico estatal, donde imperaba la unión, solidaridad y la paz, y donde cada quien se creía lo que fuera, y, además, reinaba la libre expresión. Cada quien podía erigirse en lo que quisiera: presidente, ministro, obispo, diputado, en fin, lo que quisiera… Fue allí donde practique mi futura autoproclamación.
—¿Y qué paso después? (No me ha respondido si nos conocemos o no).
—Después empecé a oír voces. Allí si la cagué, doctor, con el perdón de la palabra. Las voces eran chillonas. Estaba seguro que no eran de Dios, de Jesús, su hijo, de Mahoma o Buda. Menos del perro Nando, muy conocido en mis comederos, o de un extraterrestre. Eran voces, nítidas, pero en inglés. Me decían cosas. Y como yo no hablo ese idioma, a todo le respondía: "Yes, ser… Yes, ser… Yes, ser. Y cuando me percaté estaba metido, hasta los huesos, en un callejón sin salida. Con el tiempo oí voces medio en español, medio en inglés.
—Haber, seño John, que le decían esas voces?
—Me señalaban que yo era el elegido por el Señor… Que me convertiría en el más grande, como aquel boxeador gringo, rebelde y corajudo que bailaba como John Travolta ( en la película " Fiesta del sábado por la noche"), y picaba como una mariposa. Insistía la voz en que tenía que emprender una cruzada para derrumbar a un dictador, sanguinario y opresor, comparado solo con Stalin, Hitler y un tal Pinochet… Pero allí está el detalle, como decía un tal Cantinflas, yo siento que no vivo en una dictadura, doc. Fíjese yo ando por la calle tranquilo, libre como el aire, me trepo en cualquiera tarima y uso mi verbo encendido en contra de ese supuesto dictador, además, doy entrevistas, y hasta me meto mi rumbeada en Las Mercedes. Ando libre, y como si nada… Le aseguro que entro al Palacio de Miraflores, me rinden honores y me siento, como un rey en el sillón presidencial, sin que nada pase… ¿No le parece raro, una dictadura así?
—Contradictorio, señor John.
—Por cierto porque te llamas John?
—No me llamo, me llaman… Mis padres amaron a John Wayne, a John Travolta, y, ahora yo amo a John Bolton… Tal vez por eso me bautizaron con ese nombre… Por cierto suena de lo máximo.
El doctor fue sorprendo por una rápida reacción de su paciente. Se incorporó, como un resorte, del sillón, se golpeó la cabeza, y dijo:
—Lo que soy yo, me piro, oigo las voces de hombres malos que quieren ponerme los hierros, adiós doctor…
El doctor reaccionó de inmediato:
—John, John, John, espérame. Yo me piro contigo.
—¿Y hacia dónde vamos, doc? ¿Hacia la frontera?
—No sean ridículo, hacia el mismo lugar, de donde no hemos debido fugarnos: el manicomio.