Silvio Rodríguez, el poeta cubano, tiene un verso que dice:
“a donde van las palabras que no se dijeron”
cuestionandose sobre lo que hacen las cosas que no lograron desatar sus influjos.
Si alguna metáfora es recurrente en el cine norteamericano, es aquella en que el mal sobrevive en el cuerpo del bien. Es casi un cliché ver al personaje que encarnó la lucha del bien, al filo del fin de una película, hacerle un guiño a la cámara, en señal de que en él va inoculado el germen de lo que en este film, fue derrotado: el mal. Ello, por otro lado, permite las segundas partes, o la continuidad de la saga, que en materia de negocios es muy rentable. Los finales en las películas, si no son felices, tienen que ser abiertos, y por lo general, en un final abierto, aquello que fenece, cobra vida en lo que pervive. Quizá sea esto el dibujo de una ley natural que dice: “Nada muere, todo se transforma” tratándose de la materia, pero en cuestion de ideas, esto pudiera también suceder, cuando en los distantes tramos de la historia, solemos perder el hilo entre el comienzo y el final de los procesos.
Los imperios, como todo en este maravilloso universo, tienen sus horas contadas. El romano cayó, pero como en una buena película holiwoodense, logró sobrevivir, en el cuerpo de aquello que paradójicamente nació para derribarlo: la superstición cristiana. Podríamos decir que ese cadáver goza de muy buena salud. Sobre todo cuando muy orondamente un ingenuo cristiano dice: “pertenezco a la iglesia católica apostólica y romana. ¿Cómo es que el cristianismo, producto de un crisol de clases, entre judíos y gentiles, todas asentadas en Palestina, que se comunicaban en hebreo, arameo o sirio-caldeo y griego, y que conformaban una masa antiimperialista que luego, por casi cuatro siglos, fueron objeto de las mas crueles matanzas, terminan autodenominándose romano, su acérrimo enemigo? Por supuesto que está vivito y coleando. No por casualidad la iglesia católica tiene su sede o centro de poder en Roma, y no menos casual es que el nuevo emperador, dicte desde el vaticano, suerte de país que en realidad es una ciudad dentro de otra, con una autonomía poco común en el sistema de naciones y con un poder económico solo ostentado por las maquinarias productoras de los países desarrollados. Como el otrora imperio romano, éste sobreviviente imperio (la iglesia católica), domina en su totalidad a la cultura occidental y tiene hoy en día más súbditos (1.700 millones de fieles en todos los continentes) que en los años dorados de su esplendor.
Los fascistas, seguidores de Mussolini, profesaban el saludo al Cesar, brazo extendido buscando las alturas, con ello exteriorizaban su vocación autoritaria, hija de los gobiernos imperiales romanos. Los nazis lo heredaron dentro de la parafernalia en su afán de conquistar al mundo. Ambos embriones de imperios cayeron, al igual que el romano, sin embargo hay una línea de parentesco que los mantiene vivo, y lo hace en las figuras más contradictorias posibles. El imperio romano subsiste, cual aliens, en el vientre del catolicismo, a través de la iglesia católica, así como el nazismo logró sobrevivir poseyendo el cuerpo de quien se supone fue enviado para aniquilarlo: el imperio yanqui.
El combatiente de este siglo, debe estar lo suficientemente despierto como para velar la metamorfosis del último imperio. Vigilia constante como para notar el nuevo ropaje y saber distinguir entre gatos y liebres; no vaya ser, que dentro de la futura herramienta liberadora, venga incubado el opresor, manteniendo esa línea en el tiempo que no permite acabar por completo con los imperios, que al final, son uno solo.
¿En qué se convertirá el imperio norteamericano? He allí una de las tareas, en el ámbito internacional, de la revolución bolivariana, no solo contribuir con la lucha antiimperialista y la consecución caída del imperio yanqui, sino cerciorarse que éste no se mimetice en las nuevas formulas de convivencia, para que así, las angustia del Libertador no sobrevivan en los tiempos futuros.
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