Las Naciones Unidas en su actual período de sesiones ha sido el escenario para observar, analizar y evaluar el pensamiento y la conducta del presidente de los Estados Unidos y, a la vez, pretendiente emperador del mundo, George W. Bush.
Allí brillaron sus conocidas cualidades: mediocridad innata, prepotencia adquirida por el cargo robado, visión distorsionada de la realidad y cortedad de miras, ideas troglodíticas y alucinadas y, tal vez, copiadas y asumidas de los tanques pensantes del sistema, sentimientos egoístas y de mala entraña, intenciones perversas y criminales. Su contrito sentimiento y devoción religiosos, de los cuales se jacta y proclama tanto en intimidad como públicamente, que hallan eco en la prensa y hasta en el final de su discurso en ONU, no tiene expresión sincera alguna en su pieza oratoria, de tal manera que no puede entreverse la realidad del mundo a la luz del mensaje verdadero de su Dios, aunque éste parece ser distinto al de todos los demás creyentes, o la mayoría, de su país y del mundo.
Su discurso en Naciones Unidas espanta, pues. Mentiras de por medio, como ha sido usual durante su mandato, no ofrece esperanzas para la paz y la salvación de la humanidad, pero, sin embargo, proclama amenazas e injerencias para otros y, por lo tanto, desde el podio del que hablaba en la ONU, en su delirio de grandeza (en realidad enana y ficticia tanto moral como legítimamente) quizás debió imaginar -¡así son los delirios!- desde su altura de pigmeo mental que la Asamblea le escuchaba como a un profeta o un Goliat temible, incluso tal vez los imaginó arrodillados en actitud de esclavos o de súbditos obedientes.
Después en sucesivas referencias sobre Cuba, Bush pretende hacer “su caso” en torno a este tema, en su ocaso inevitable como mandatario.
¡Qué craso error el del desvariado, pero peligroso, emperador de nuestros días, al poner de manifiesto todas sus ínfulas despreciables!
Lógicamente, su discurso provocó reacciones y, por supuesto, desprestigio, condena, repudio, insatisfacción, estupor ante tanta estolidez, juicios adversos, airadas protestas en su propio pueblo, antipatía, enojo, etcétera.
Entristece e indigna a la vez que el mandatario que representa en estos momentos al pueblo norteamericano, pretenda ser lo que no puede ser: amo y mandamás del mundo.
Y la humanidad espera, en estos tiempos convulsos en que parece entronizarse la barbarie bajo la hegemonía de los Estados Unidos, que esta realidad o pesadilla tenga su fin lo antes posible, gracias a la participación activa y consciente del pueblo norteamericano. Y vamos a pensar que la humanidad lo refleja en la forma de una simple pregunta: “Ay, Estados Unidos, ¿por qué pisotear a los demás pueblos, en vez de alzarlos?”
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