En aquel entonces la situación económica estaba muy fea, y el doctor Rafael Caldera comenzó a pedir a gritos que trajeran al Papa Juan Pablo II. La clase media de entonces, a duras penas se podía comprar un carrito Lada de segunda mano. Y trajeron al Papa porque la Iglesia venezolana fuertemente unida al capital y al Estado, disfrutaba de la benevolencia de dólares preferenciales para todo lo que quisiera. No olvidemos que el Papa asombró al mundo, cuando recibió en el Vaticano a Julio Andreoti, el más grande corrupto italiano del planeta. Lo recibió en momentos en que se procesaban terribles pruebas en contra de este capo; cuando se acumulaban toneladas de informes y expedientes que lo culpaban de enormes delitos al tesoro público de Italia. Pero no sólo eso, el Papa también trabajaba con la CIA y recibía a todos los criminales emisarios que les enviaba Ronald Reagan.
¿Para qué nos traían entonces al Papa? Pues para que lo recibiesen otros Andreotis que aquí pululaban como moscas. Después que uno se había hartado de recibir desengaños por todas partes con Piñeruitas, gochos, Escobarcitos, Calderitas y tigritos de papel, de todos los colores, uñas y tamaños, aquello del Papa nos parecía un culebrón.
¿Cómo podría un guanabero como el doctor Caldera condenar a los corruptos? ¿Cómo podía, quien fue el Procurador General de la República después del “Revolución del 18 de octubre” hacer el papel de verdugo de las perversiones de Lusinchi y CAP? Estaban otra vez volviendo al poder las funestas larvas del pasado que nunca mueren: los caimanes de anchas fauces y que estuvieron en la picota pública por actos de oscura ´manipulación de los dineros públicos. Y salió a decir el propiol doctor Caldera: “-Pero no se les probó nada”.
Es verdad, aquí a nadie se le podía probar nada. El doctor Caldera era el máximo ejemplo de aquí nada podía probársele a un ladrón o criminal de alto pelaje. Caudno el volvió de nuevo al poder ni un sólo banquero pudo él meter en la cárcel, teniendo las Garantías Constitucionales suspendidas. ¿Recuerdan a aquel caso de la MASACRE DEL UROLOGICO DE SAN ROMAN, un asesinato monstruoso, donde aparece como cómplice y alcahuete (hoy fenecido) el ministro de Relaciones Interiores Ramón Escovar Salom? Un ministro que vivía bailando como tentetieso cada vez que se le mencionaba la palabra “Estado de derecho”.
Así estaba el país, y nos trajeron al Papa porque Caldera decía que nuestra autoestima estaba por debajo de los suelos. ¿Se acuerdan? Teníamos tan vuelta mierda la autoestima, que a fuerza de rezos y plegarias él aspiraba a que la levantáramos un poco.
La farsa era para otra cosa, porque se estaba cediendo a la presión de FEDECAMARAS. Nuestros presidentes ante esta gente siempre habían sido unos cobardes, y eran ellos quienes nos metían en los expoliadores acuerdos con el FMI, con las mafias bancarias. El doctor Caldera hablaba de nuevas medidas económicas porque estaba paralizada y en peligro de perderse la flota de Aeropostal. De se estaba especulando tan descaradamente en las mismas barbas del gobierno, y él estaba amarrado. De la política del control de cambios lo estaba llevando al abismo de una tragedia social. De que la inseguridad en las calles y en las cárceles estaba empeorando terriblemente cada día.
Tantas preguntas y el presidente no hacía sino responder que los venezolanos padecíamos de un tremendo complejo de inferioridad, que no podía ser que todo lo nuestro fuese tan malo; que vivíamos en medio del sofoco de horribles augurios, de titulares que expresaban sólo desgracias y depresión moral. ¿Qué obligaba al señor presidente a ver las cosas distintas (en referencia a dos o tres años atrás), cuando él desde la oposición pintaba un país mil veces más gris y catastrófico que el de entonces, cuando él era uno de los adalides y profetas más recalcitrantes sobre el desastre nacional?
El país ansiaba un cambio tremendo en la estructura toda del Estado, donde se limpiara de manera definitiva al Poder Judicial, al sistema económico, a nuestros degradantes procesos electorales; a los sindicatos, a las mafias empresariales, a los partidos políticos, a la ineptitud de nuestros Congresos y Asambleas Legislativas de tal manera que habríamos echado a la basura a la vieja Venezuela y con gente joven, vigorosa e inteligente, darnos a la tarea de levantar un vigorosa República.
¿Pero que acabó haciendo el doctor Caldera?, pues reciclando el desastre anterior y elevándolo a niveles de insolubilidad eterna; ratificando la inutilidad perversa de esa generación de políticos que desde hacía cuarenta años, por su mediocridad y cortedad de vista, por su debilidad y pereza, por su cobardía y egoísmos miserables, se venía empeñando en hacer de Venezuela la perfecta representación del Palacio de Satanás.
Dijo algo el presidente Caldera que nos dejó helado: que en nuestra Nación el hombre honesto y serio no quiere asumir riesgos, afrontar los males inmensos, las responsabilidades que conllevan tocar intereses terribles y peligrosos. Que parte de la virtud política de Inglaterra consistía en que el hombre honesto tenía la audacia y la capacidad de desafío de los pícaros.
Y sabiendo esto, el señor Caldera llegó y colmó su Gabinete de gente que toda la vida se la había pasado haciendo malabarismo políticos precisamente para no herir susceptibilidades; se buscó al chor de Teodoro Petkoff; echó mano de personalidades como Antonio Luis Cárdenas que nada hacían frente al desorden de las mafias sindicalistas de la Educación y de esos gremialistas delincuentes. Se acomodó con el señor Matos Azocar quien había sido un catastrófico ministro de Lusinchi y quien precisamente había surgido de la escuela sindicalista venezolana, uno de los asesores más brillantes de Antonio Ríos y toda esa cadena de locos que administraron y destrozaron al Banco de los Trabajadores. Así, fueron sus restantes ministros, unos malabaristas que no deseaban ponerse a las malas con nadie y salir incólumes de sus mamparas ricos y apartados de todo lo que oliera a pueblo. Qué triste país aquel por el que tanto hoy suspiran los ESCUÁLIDOS. Increíble, coño.
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