La importancia de una palabra queda en la afiliación a ella. Depende de la utilidad o eficacia al lidiar un problema, está en su capacidad para instalarse en lo cotidiano, al interior de las cosas, adaptándose a los cambios de la vida. Piensa Rorty, que “la validez” viene dada por “la manera como una idea se pone en escena y organiza la acción de la verdad” como parámetro en donde oscila aquello que debo dar por cierto. Hablar es hacerles la vida imposible a los demás. Es problematizar las cuatro patas del gato, particularmente si no se ofrece solución. Lo saben los taxistas y los barberos, lo desconocen los políticos que tienen como Biblia al positivismo, el hombre común es un ironista en apuros: Entender, interpretar, convertir el lenguaje en un juego; es conseguirle el otro lado a la cosa, al desacralizar al lenguaje; al dudar de todo y de todos, e inventar fábulas sobre actores y hechos; historias donde se mezcla lo verdadero y lo aparente en el estilo de narrar. “Hay que dar con cierta manera de decir las cosas, la intención sin estilo no conduce a nada”. ¿Sabrá Chávez esta verdad del lenguaje y de allí su éxito? ¿Encontramos en sus opuestos este rasgo? Nos movemos nadando con dificultad en la gelatina cambiante y movediza del mar del lenguaje. Tocado, subsumido y hasta pervertido por el campo mediático. Allí “lo real es lo no verdadero”, todo es del orden del simulacro, la apariencia y la reproducción al infinito. No tener conciencia permanente de esta tragedia humana nos hace insensibles, inefables y desplacientes. Nos pone a pensar que lo que decimos tiene algún sentido, es verdadero, será tomado por los otros al pie de la letra; nos coloca, o más bien nos descoloca, fuera de todo evento, de toda temporalidad y por supuesto, es una certeza necia que no nos hace más felices. Recordemos el “por ahora” de Chávez y sus múltiples pulpos. Cómo la frase, de un hombre vencido, en un movimiento irónico del destino, lo convirtió en voz victoriosa. Profetizar el desastre todos los días, no dota de autoridad ni cambiará la suerte política de los profetas. Es el error del martirologio, esgrimido por la izquierda como principal argumento por décadas. La exaltación del miedo, el dolor, el sacrificio, es poco práctico para las masas y aun más para una clase media hedonista y satisfecha. Chávez hizo fácil ser de izquierda con tan solo comprar en un Mercal o participar en una Misión. Ante esta realidad pragmática, el otro bando vive obsesionado, al borde del delirio paranoico, con “el tirano y la separación de los poderes”, algo que no tiene que ver con los tintes disponibles en la peluquería, ni con los títulos en cartelera. La derecha hace difícil seguirla, saben mucho. Se sienten bien jugando al intelectual incomprendido. Les encanta la sentencia, la pompa y el protocolo. “Hablan bonito”. Son demasiado formales y ceremoniosos. Se toman en serio, cuando nadie en su sano juicio toma a ningún político, o se toma a sí mismo en serio. Diría Rorty, en su estilo provocador: ironía, contingencia y solidaridad caracteriza a esta sociedad cínica y escéptica; dramáticamente contingente en el debate. Los que apoyaban el paro del 2002, hacían cola para beneficiarse de la gasolina que el gobierno compraba al exterior. Otra vez la disputa entre los que creen en una sociedad racionalmente fundada, “y confunden la verdad del Ser con la verdad de la ciencia, en el confort metafísico de lo que no tiene ontología, pero intenta fundamentar las ambiciones”; vs. los que enfrentan la contingencia mediante la espontánea solidaridad (unión de las soledades) ante el sufrimiento. Emociones, prácticas y experiencias, contenidas en un “nosotros”, de un relato común no necesariamente conceptualizable. El socialismo es bueno si concreta el deseo de todos.
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