No se puede construir un hombre nuevo en una sociedad vieja. Una sociedad que privilegia, por encima de todos los valores y cualidades que caracterizan a un ser humano los mensajes que el mercadeo vende implacablemente a través de todos los medios, no puede sino arrojar individuos confundidos, inconformes, insatisfechos.
Una familia común, de las de antes, de las que no crecieron bajo el imperio de la televisión, criaba hijos sobre los fundamentos de la honestidad, de la lealtad, de la honradez y principalmente, con el cobijo del amor.
Esos principios básicos debían ser suficiente armazón para levantar hombres y mujeres fuertes, sólidos.
Pero los padres no cuentan con que la publicidad es capaz de derrumbar, ladrillo a ladrillo, toda una estructura familiar cimentada sobre cosas distintas que no sean la competitividad por ver quién tiene más, ni quién es más bonita o hasta bonito. Un niño que va a la escuela de hoy sufre si no puede completar un costoso álbum de barajitas.
Los recreos en los colegios se han convertido en torneos que no tienen que ver con el desempeño en las matemáticas o la biología, sino con quién tiene acumuladas más estampitas de los jugadores de fútbol que van al Mundial.
El muchachito que tiene las manos vacías se va a su casa frustrado, vilipendiado, repudiado. Su valor como ser humano tiene un precio: la cantidad de aparatos de última generación de videojuegos que tenga y las consabidas barajitas. Los discursos que reciba en casa sobre el valor de ser buena gente, de ser solidario con sus compañeros, se estrellan contra el muro de una competencia feroz en la que él no califica.
A las mujeres nos espera un destino peor. Casi no les prestamos atención a las estadísticas sobre el creciente aumento de los feminicidios, a la presencia permanente de noticias sobre agresiones a mujeres que plena las páginas de los periódicos. Nos hemos acostumbrado a que, como este es un país machista, el maltrato a la mujer es una costumbre que aún prevalece.
Tenemos diez años hablando de igualdad de géneros y los cambios son cuantitativos en lo que se refiere al número de mujeres en cargos públicos, pero el respeto a los derechos de la mujer sigue siendo violado en todas las instancias.
Repetimos hasta el cansancio y hasta con estúpido orgullo que este es el país de las mujeres más hermosas del mundo. Permitimos que el síndrome de las coronas nos invadiera, lo acogimos con agrado, le dimos cabida en nuestras estadísticas a la cantidad de "tiaras" que ostentan nuestras "reinas".
Las jóvenes que han crecido en los últimos treinta años han tenido que confrontarse con el esquema de la perfección de los cuerpos.
Las mujeres venezolanas no sueñan con un mundo mejor, sino con tener las tetas más grandes o alcanzar las medidas de delgadez que las haga atractivas.
Las muchachas de hoy no sólo están exigidas para rendir académicamente.
Tienen que superar a los hombres para que las respeten laboralmente; deben caerse a dentelladas con sus pares para ganarse espacios de trabajo, para imponer dignidad por encima de zancadillas y, para colmo, tienen que ser bellas para sentirse deseables, queribles.
Ser inteligente, honesto y buena gente hace tiempo que dejó de ser un valor. En esa competencia aberrante por ser el mejor y tener más, el discurso del hombre nuevo suena sólo como una frase hueca.
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