Cuando llega diciembre, en todo el Occidente cristiano se respira un clima muy particular: la cercanía de la Navidad. Recordar eso a mediados de año puede resultar bizarro, incomprensible, absurdo quizá. Pero por supuesto tiene algún sentido: es una provocación para pensar lo que nunca pensamos, para intentar ser críticos con aquello que tenemos por dado, natural, indubitable. ¿Por qué sólo se habla del “amor” entre hermanos para la época navideña, cuando todos nos sentimos “buenos”? ¿Qué pasa durante todo el resto del año? ¿O es que habrá algo de engañoso en este gesto del “mes más lindo del año”? ¿Cómo es eso de sentirse “buenos” según la época: en vacaciones en la playa, o bailando en la discoteca –digamos en febrero, o en octubre– dejamos de ser “buenos”? ¿Y qué pasa con esa bondad cuando vamos a ver un partido de fútbol –en julio por ejemplo– y alentamos a los gritos a nuestro equipo? ¿No somos tan buenos, entonces, en semana santa? ¿Y para carnaval?
En las relaciones entre los seres humanos, en cualquier lugar y en toda época histórica, la solidaridad y la armonía son, sin dudas, expresiones posibles; pero no siempre se manifiestan clara y abiertamente. Se dan a veces, sólo a veces. En infinidad de ocasiones brillan por su ausencia.
También son posibles –quizá sea lo más frecuente en nuestra experiencia occidental “civilizada”– sus contrarios: el individualismo, la mezquindad, la sordidez. ¿En navidad no se hace la guerra? ¿Quedan abolidas ahí, al menos por ese día, la explotación, el autoritarismo, el machismo, la estafa, el racismo y la intolerancia? En definitiva, somos una mezcla de todas esas cosas, de actitudes solidarias y altruistas –a veces – y de “sálvese quien pueda” –muchas veces–, con combinaciones porcentuales de lo más variadas. Eso es imposible de desconocer; si no, nos quedamos con la simplista idea de una pretendida bondad originaria, perdiendo de vista así la verdadera complejidad de nuestra realidad.
El mensaje de la tradición religiosa judeo-cristiana que viene dominando Occidente por espacio ya de dos milenios, a diferencia de otras religiones que se centran en lo cosmogónico, en la relación con el ámbito natural como las orientales, las americanas prehispánicas o las africanas, es una profunda apelación moral, un llamado al “bien” contra el “mal” –siendo, por cierto, muy imprecisos el uno y el otro, ligándose el campo del mal, de una manera bastante difusa, con lo sexual… “Bajos instintos”, por ejemplo. ¿Y por qué “bajos”?
La bondad a que se nos llama para la época navideña es “pura”. ¿Pero qué sería eso? ¿Puede haber bondad impura? Todo indicaría que la noción de “pureza” hay que entenderla en relación a falta de interés egoísta. Ahora bien: si eso es así, no se ve muy posible la pureza. Lo humano se define por esa mezcla siempre confusa, problemática, contradictoria, donde el egoísmo, la lucha por el poder y la agresividad hacen parte vital de nuestra condición, tanto como la solidaridad y el altruismo. O, al menos, hacen parte del sujeto histórico que las sociedades clasistas han venido construyendo en estos últimos 10.000 años de historia. Sin decir que eso sea una determinación genética fatal, se nos abre la pregunta de ver cómo cambiarlo. ¿Cómo iremos haciendo para transformar la noción de poder que nos moldea? ¿Cómo prescindir de todo esta carga individualista para el mes de diciembre? ¿Cómo sería posible lograr la bondad a través de una apelación moral? El problema fundamental se centra en quién podría garantizar esa actitud de desprendimiento, de cambio subjetivo, de renuncia a los valores hedonistas: ¿acaso Papá Noël? Seguramente no, porque él está muy ocupado en los centros comerciales supervisando que todos compren. ¿Jesús? ¿Y cómo harán lo que no creen en él?
Las grandes religiones monoteístas, y más aún la judeo-cristiana, enfatizan mucho sobre la noción de amor y bondad. Pero hay ahí un juego llamativo: se insiste demasiado con respecto a esa “amabilidad de nuestros corazones”. ¿Por qué tener que llamar a ser buenos en una época determinada? Si la tal bondad surgiera espontáneamente, siempre; si dispusiéramos de ella en cantidad ilimitadas, por supuesto no sería necesario una apelación tan grande como aquella a las que se nos invita/compele en Navidad. ¿Habrán sido “buenos” los clérigos y los conquistadores que arrasaron con las poblaciones amerindias en siglos anteriores en el continente americano para la época navideña? Quizá ese día no mataban indios ni robaban su oro. ¿Alcanzaba la cuota de “bondad” requerida? Y si no alcanzaba… ¿cuánto faltaba?
En esa época especialmente: ¡hay que ser buenos!, con valor de imperativo moral. Para carnaval, quizá no tanto… (Papá Noël no trabaja en esa época, por tanto tampoco puede supervisar), pero en diciembre: ¡por supuesto que sí! Para que no queden dudas de esa explosión de bondad que barre todo el mes, nos abrazamos, nos deseamos buenos augurios y hasta nos llenamos mutuamente de regalitos (que en buena medida de casos no nos sirven para mucho, porque compramos por compromiso alguna chuchería descartable, de los 9.99 de Made in Taiwan).
El detalle de esas compras, eso solo nomás, ya debería alertarnos sobre la falacia en juego: regalitos de compromiso, baratos, de esos que se quiebran pocos horas después de recibidos… ¿Dónde queda el amor incondicional por el otro? Entonces, ante esa primera muestra de mezquindad (a la que podríamos agregar un listado de varias páginas), surge inmediatamente la pregunta: ¿pero por qué no somos “buena gente” siempre? La pregunta pretende no ser nada ingenua, por supuesto. Seguramente sabemos (no sólo como saber intelectual sino que hablamos de otros aprendizajes: vivenciales, lo que aprendemos porque lo sentimos, lo experimentamos) que esto de la bondad, el altruismo y el amor desinteresado por todos, no es tan posible. De ahí ese gesto repetido casi maquinalmente, y hasta el hartazgo, que realizamos como rito para el mes de diciembre, y que nos reafirma como “buenos” para todos los meses restantes del año.
De lo que se trata, en todo caso, es de bregar por la justicia, por la equidad. Las religiones no van por ese lado, preocupadas más bien de lo espiritual que de lo terrenal. Menos preocupada aún, la moral cristiana, que tiene a la caridad como cable a tierra en el ámbito de lo social, como su única propuesta, finalmente, para vincularse con el sufrimiento material de la gente a la que asiste. Y sabemos que la caridad no tiene nada que ver con la justicia; la caridad no repara las injusticias sino que, a la larga, las termina justificando. La limosna al pordiosero lo reafirma como tal, y como “buena gente” a quien la concede. Pero no cambia nada.
Con el advenimiento de la ciencia occidental moderna y del espíritu capitalista en estos dos últimos siglos, la tradición cristiana se vio resentida. El centro universal de la modernidad dejó de ser dios, y el fetiche del dinero fue entronizándose como nueva deidad. Hoy, con el triunfo omnímodo del capitalismo salvaje y la desmedida, grotesca exaltación del “éxito” económico que se vive por toda la faz del planeta, el mensaje de amor y paz ocupa un lugar sólo marginal (igual que los hippies que lo preconizaban para los 60 del siglo pasado), aunque cada diciembre la llegada de la Navidad lo recuerde. En verdad, esa fiesta ha pasado a ser más que nada una brillante oportunidad comercial, y punto.
Este momento, a mitad del año, cuando estamos lejos de la parafernalia navideña y nadie anda pensando en alocadas compras nerviosas, es buen momento para reflexionar respecto a que el llamado a la bondad no alcanza para la construcción de un mundo un poquito menos patas arriba, menos asimétrico, más armónico. Si ese carpintero predicador de Galilea llamado Jesús que tuvo a maltraer al poderoso imperio romano, y posteriormente llevado a la categoría divina en el Concilio de Nicea en el año 325 por poderes bien terrenales, murió por nosotros –nadie se lo pidió, por cierto–, no debemos olvidar que muchos, muchísimos más también siguen muriendo anónimamente de las maneras más injustas (de hambre, en guerras, víctimas de la discriminación, con diarrea por falta de agua potable) sin el más mínimo reconocimiento. ¿No sería justo también celebrarle una Navidad a cada uno de ellos?
Antes que la grotesca risa de Santa Klaus nos invada nuevamente y que la invitación compulsiva al bochornoso hiperconsumo de las fiestas navideñas sature todos los espacios imaginables, puede valer la pena pensar –tenemos varios meses para ello– por qué repetir una vez más la historia. Porque buscar la bondad no tiene mucho que ver con la justicia.
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