En homenaje póstumo al admirado intelectual y escritor Ludovico Silva

Nuño o el talento como azote

   El filosofo Juan Nuño nació en España. Sin embargo, este hijo de la gran…bueno…de la gran madre patria, fue muy poco el tiempo que llegó a permanecer en el hispánico regazo. Eso se debió a que a la corta edad de los cuatro o cinco años sus padres tuvieron la infeliz ocurrencia, como si Venezuela tuviera la culpa de sus frustraciones como sementales, de trasladarse a Caracas. Aunque en verdad, justo es reconocerlo, ellos no sabían lo que hacían. Se imaginaban que se trataba de un simple traslado, de un inofensivo cambio de clima y nada más.. Pero se equivocaban, pues su viaje a Caracas formaba parte de otra cosa: de una reacción inmunológica mediante la  cual el país cantábrico buscaba expulsar de su seno un agente patógeno que, no por pequeño, por encontrarse en estado de incubación, era menos nocivo y virulento. Lo malo fue que la peste, representada por el díscolo muchachejo, nos la echaron a nosotros.  
    Pero si venirse a vivir a la capital venezolana fue una infausta decisión por parte de estos lejanos descendientes de Morales y Pizarro, la de traerse con ellos a su pequeño engendro no fue menos deplorable para el país. Mucho mejor  se la hubieran sacado y la nueva patria que los acogió se los hubiera agradecido, si en lugar de andar cargando con ese reconcentrado manojo de perversidad, de mala fe, lo hubieran arrojado sin salvavidas en el gran charco atlántico. Por lo menos, además de contribuir con la depuración del ambiente, les hubieran dado de comer a los pobres y difamados tiburones. Claro, esto en el supuesto de que la travesía la hubieran realizado en barco, porque si la hicieron en avión, entonces han debido haberlo arrojado al mismo océano pero sin paracaídas. Los peces, a pesar del sabor, del sabor a carroña del indigesto bocado, se los hubieran agradecido igual. 

    Ahora bien, ya instalado el malandrito en la capital, inició los estudios en los establecimientos educativos de la ciudad. No sabemos ni nos interesa, porque tampoco es un García Bacca que se diga, si fue un buen o mal estudiante. Ese es un dato que únicamente podría tener algún valor para alguien que se le ocurriera la ociosa idea de establecer el perfil intelectual y psiquiátrico del esquizofrénico personaje. Lo que realmente importa es que, para alarma de todo el mundo, incluyendo la iglesia, los intelectuales, los comunistas, los gramáticos –incluyendo a García Márquez- y últimamente a los periodistas,  a quienes llamó perros de la prensa, se graduó de filósofo en la Universidad Central.  

    Al principio, mientras estuvo colaborando en revistas de escasa circulación, permaneció en un anonimato inofensivo; pocos eran en realidad los que los conocían a él y a su vasta cultura, adquirida, esta última, mediante una voraz e insaciable afición por lo libros. Lo cual es tan cierto, que la lectura y su canina inclinación a morder son sus únicas pasiones conocidas. Pero, como decíamos, Nuño vegetaba en el anonimato, dedicado mansamente a su cátedra universitaria y a sus escritos filosóficos; como quien dice, arrastrando una vida de anacoreta intelectual. Hasta que uno de esos “perros de la prensa”, Miguel Otero Silva –hay excepciones-, lo invitó a colaborar en su periódico. Bueno, pues, el desmadre. Porque a partir de ese aciago momento se desató la bestia indomada que Nuño lleva por dentro, y ya no hubo nada ni nadie, ni sagrado ni obsceno, ni de izquierda  ni de derecha, ni blanco ni negro, que pudiera ponerse a salvo de sus largos y venenosos colmillos de cancerbero. 

    Su primera víctima fue Ludovico Silva. A este brillante ensayista, periodista y poeta, con varias obras publicadas, el  iconoclasta lo acusó de haber plagiado una enciclopedia. Se trata de una obra que es una auténtica antigualla, o peor aún, casi un incunable, razón por la cual muy pocas personas han tenido la oportunidad de leerla. Ludovico intentó defenderse, pero que va, no pudo hacerlo adecuadamente, el ataque había sido demasiado demoledor. Eso lo sumió en una profunda depresión moral y, tratando de huir de la humillación y la vergüenza, buscó el engañoso refugio del aguardiente. 


Y hasta cierto punto no le faltaba razón, porque para él su vida de escritor, que no tenía sentido si no se gozaba de credibilidad, se había acabado, había muerto, podría afirmarse, desde el punto de vista de su amado oficio, que era tanto como haber muerto en vida. Así vivió, como un espectro, uno o dos años. Hasta que finalmente, abatido por una gran pesadumbre, volvió  a fallecer, pero esta vez físicamente. 

   De este modo debutó el deslenguado en el “perrodismo”, perdón, en el periodismo, propiamente dicho. Luego vendrían otras víctimas, si no tan trágicas como la anterior”, por lo menos muy apaleadas moralmente. Porque de que fueron verdaderas tundas, equivalentes a las de Mussollini con su “manganello”, lo fueron. Con Cabrujas e Ibsen Martínez, y a propósito de sus telenovelas, prácticamente barrió el suelo. A Brito Gacía, que no es ningún lerdo, precisamente, lo expuso al escarnio público. Y a Uslar Pietri le dedicó unos de los ataques más devastadores y virulentos que yo haya leído jamás. Y si a estos venezolanos no los aniquiló ni física ni moralmente, no fue porque no quiso, sino porque no pudo. 

    Pero para que se tenga una idea de hasta dónde puede llegar la audacia y la irreverencia de este malhablado, tal vez sea pertinente decir que en uno de sus últimos artículos, no sólo despotricó contra el himno nacional sino que, después de referirse al Dr. Uslar como el “santón de las letras patrias” y de llamar piojosos a los gramáticos, incluyó a Venezuela en el grupo de lo que él llama “republiquitas y republiquetas”. Eso se llama morder la mano que generosamente le arroja al corral la inmerecida pitanza cochinera. 


NOTA: Este artículo fue escrito en vida de su protagonista, Sin embargo, no se pudo publicar debido a la mentalidad decimonona de Panorama.

alfredoschmilinsky@hotmail.com


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Alfredo Schmilinsky Ochoa


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