El maravilloso encanto maternal es uno de los más curiosos fenómenos universales que escapa del encierro matemático, del guarismo y la enumeración que tanto privan en todo conocimiento acreditado como científico, salvedad hecha de las novedosas incertidumbres cuánticas y heisenbergianas.
En ese orden de ideas, saber quién fue la primera o el primero en la pareja progenitora de las especies sigue pendiente de elucidación popular. Más bien, esa irresistible manía de ordenar cualitativa y cuantitativamente a todo lo que nos rodea, con inclusión de nuestras partes corporales, nos luce un efecto cultural y no una causa original. Tal pareja evocaría, más bien, a una unidad en la cual ninguno de los contrarios tiene superioridad ni siquiera genética, sino alternativamente dominante o pasiva. Así lo señala la Dialéctica Materialista en una de sus portentosas leyes.
Sin embargo, por tradición cristiana, por ejemplo, a la “madre” suele dársele prioridad, tal vez por el exclusivo y natural don del amamantamiento de sus hijos. Efectivamente, sus mamas o fuentes alimentarias, exteriorizadas en su altivo e infatuado busto, justo alrededor de su sonoro corazón, convierten a la madre en un ser insustituible.
Los homosexuales modernos, por ejemplo, y viene al caso, hoy favorecidos con todo el empuje que el mercado de trabajo burgués les viene estimulando con miras a suplir faltantes competitivos en la oferta de mano de obra asalariada, ellos, decimos, confrontan la gran debilidad psicofisiológica de no poder salir naturalmente encinta.
Estamos hablando de una convencional y ancestral prioridad que es extensiva a todas las madres por su simple potencialidad como eficaz multiplicadora de la especie correspondiente. La literatura medioeval resumió todo el encanto y los privilegios de la futura madre, latente en las damas favorecidas por el andante caballero.
Las madres animales tienen una distribución más o menos equitativa y balanceada entre sus mamas y el número de sus cachorros, de manera que sólo los partos irregulares excedentarios subordinarían a alguno de sus igualmente queridos y no ponderados descendientes.
La incansable y afanosa gallina de corral enflaquece, se deshidrata y no para un segundo de su preciosa función materna hasta tanto no ve autonomizar a sus polluelos, según las enseñanzas y el aprendizaje que ella dirige escarbando acá, horadando allá, apartando esto y seleccionado aquello; todo para logar una equilibrada alimentación y entrenamiento de sus igualmente preciosos “hijos e hijas”.
Las aves suelen semidigerir, por embuche y desembuche, los alimentos de sus críos que se los ofrece a través de maternales, emocionados largos y maravillosos besos de madre a hijos.
En particular, la llamada “cacaíta” (Zenaida macrura):
Ella realiza en favor de sus pichones dentro y alrededor del nido, que también funge de reserva alimentaria ya que está levantado con su propios detritus que le sirven de argamasa y reserva mineral proteínica después de la incubación, todas las funciones pre y pos incubación.
Moldea el nido con fines ergonómicos y con su peso debidamente graduado encima de ellos estimula el desarrollo neuromuscular de los recién nacidos a quienes ejercita en el desarrollo y separación de su plumaje, del aleteo a millón que deben perfeccionar antes de realizar sus primeros minutos de vuelo; vigila constantemente y da la protección y avisos ante la presencia o sospecha de intrusos non sancta.
Es difícil comprender el dominio materno para amarlos por igual a todos, vigilándolos a todos, sin conocer y sin diferenciación alguna de sexo, color, tamaño, perfil, cabellera o aptitudes mentales, no saber clasificar ni contarlos, salvo para notar su penosa ausencia o pérdida de vista de alguno de ellos. Es que la madre parece moverse en función de un grupo mayor o menor de sus adorados hijos, y eso le da el encanto y maravilla de la maternidad bien entendida.
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