A cuarenta y dos años de la hazaña de Morochito Rodríguez

Muchos de quienes estábamos en la fiesta matrimonial, con discreción, puestos de acuerdo en susurro y señas convencionales, abandonamos el local, incluyendo los contrayentes, y fuimos a la calle donde estaban estacionados los automóviles, para escuchar por radio los pormenores de la pelea final por la medalla de oro del peso de los 48 kilos, la recientemente creada división minimosca, en los juegos olímpicos. El evento se desarrolló el 26 de octubre de 1968, en la ciudad de Méjico.

El venezolano Francisco “Morochito” Rodríguez, después de una brillante campaña, en aquellos juegos, a fuerza de coraje, disciplina y calidad, se había ganado el derecho a combatir por la medalla de oro contra el coreano Joun-Ju Lee.

Para alcanzar aquella oportunidad, el cumanés tuvo que combatir con los mejores de la división en el mundo, sin haber podido lograr un triunfo sin pelear, como si pudo quien con él llegarla al final, lo que le hubiese permitido descansar en medio de combates tan difíciles.

Empezó su ascenso al puesto principal del podio con la pelea contra el cubano Rafael Carbonel. Es bien conocida la calidad de los púgiles cubanos y éste particularmente siempre estuvo entre los mejores. No podìa ser más difícil el inicio. Aquello pareció indicar que la suerte no le acompañaría. No obstante, el venezolano pudo obtener el triunfo por decisión unánime, no sin haber tenido que combatir intensamente.

Ganó su segunda pelea por la vía del nocaut técnico en el segundo asalto, al enfrentarse al zelandés Khata Karunarathe. Rodríguez, valiéndose de su rapidez y fuerte pegada, envió dos veces a la lona a su contrincante, lo que obligó al árbitro a detener el combate y declararle vencedor.

En Venezuela crecían las esperanzas en él depositadas. Pues a quien fuese uno de los aventajados alumnos del brillante entrenador Heli Montes, a quien llamaron la máquina de hacer campeones, le veíamos como uno los atletas que nos podìa dar la satisfacción de conquistar una medalla de oro, tomando en cuenta su brillante carrera.

Llegó la tercera pelea. Esa vez, el 23 de octubre, subió al ensogado para enfrentarse al norteamericano Harlan Marbley, a quien pese haber vencido en los Panamericanos de Winnipeg de 1967, donde obtuvo la medalla de oro, era considerado uno de los difíciles escollos. Aquella noche el pequeño gladiador del barrio Plaza Bolívar de Cumanà y sobrino de la folclorista María Rodríguez, dio lo que en el lugar común se le llama un “recital de boxeo”, venciendo por la amplia ventaja de 4 a 1.

Con este triunfo había asegurado la medalla de plata y alcanzaba el derecho a medirse por la de oro. Para esto tendría que combatir a quien, en paralelo, con menos dificultades, había llegado al mismo nivel.

Aquella noche habíamos asistido al matrimonio porque era un compromiso ineludible. Los contrayentes mismos no pudieron adivinar que en esa misma fecha el insigne y muy querido combatiente venezolano estaría disputando la medalla olímpica de su peso, menos que la ganaría y que cuarenta y dos años después, ninguno de nuestros atletas hubiera podido repetir la hazaña.

El local donde se celebraba la fiesta matrimonial había quedado casi en solitario. Sigilosamente fuimos saliendo hacia la calle. Los radios de los automóviles, en una calle de Barcelona, estaban encendidos y a todo volumen, para escuchar la narración de la pelea que se desarrollaría en el famoso Arena de Méjico, por la voz de Carlitos González, entonces un conocido del oficio. La televisión todavía no había alcanzado a esta ciudad oriental.

Sabíamos por las informaciones que llegaban a través de las agencias noticiosas internacionales y periodistas venezolanos que seguían allá los acontecimientos, que aquella noche del 26 de octubre, las condiciones físicas del nuestro habían mermado por el duro recorrido que tuvo que hacer, al enfrentarse casualmente a los mejores de la división.

Aquella fue la primera pelea de la noche y, si mal no recuerdo, la escuchamos como a las ocho, hora de Venezuela. En el primer asalto, el coreano salió triunfante. El nuestro había dado muestras de agotamiento, mientras que su opositor, quien no tuvo que combatir con la misma intensidad, lucía fresco y en excelentes condiciones.

En el segundo asalto, Morochito repuntó a base de coraje y calidad; pudo ganar ese round pero aún se mantenía por debajo de su oponente.

En el tercer asalto, los asistentes al matrimonio, nos habíamos olvidado del mismo; hasta de los tragos; los recién casados habían roto las formalidades y obligaciones y estaban dedicados por completo a lo que sucedía allá en Méjico.

El pequeño gladiador oriental, según palabras del narrador y las versiones periodísticas que leímos al siguiente día, saltó al centro del cuadrilátero vuelto un gigante y moralmente superior. Sencillamente, con valentía y pundonor, estaba absolutamente decidido a ganar aquel combate, pese las dificultades.

Morochito atacó con insistencia a su adversario, quien ante aquella avalancha se sintió acorralado. El púgil venezolano sacó fuerzas que no parecía tener y golpeó al final casi a mansalva a su adversario.

Esa noche, en Arena de Méjico, el puesto principal del podio, en la premiación de los pesos minimoscas, lo ocupó el venezolano y Venezuela ganó medalla de Oro olímpica, la única que hasta ahora ostenta.

Aquella fue la fiesta matrimonial más extraña, atípica y al mismo tiempo celebrada y alegre a la que he asistido en mi vida. Este 26 de octubre, día martes, se cumplieron cuarenta y dos años de aquel inolvidable acontecimiento. Honremos al atleta.


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Eligio Damas

Militante de la izquierda de toda la vida. Nunca ha sido candidato a nada y menos ser llevado a tribunal alguno. Libre para opinar, sin tapaojos ni ataduras. Maestro de escuela de los de abajo.

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