Dirigentes de los viejos partidos, AD y COPEI, crearon unas poco ingeniosas formas de hacerse de liderazgo personal. Entre ellas contamos las de repartir bolsas llenas generalmente de alimentos; también distribuían gratuitamente, pero no a costa de sus bolsillos, cemento, cabilla y fomentaban invasiones de bienes propiedad del Estado, de adversarios políticos o cualquier persona. Eran cuidadosos, al ejercer esta última práctica, en no meterse con personajes poderosos, bien del sector militar, político o económico. Jamás, pese a que circunstancias sobraban, llegaron a meterse con instalaciones petroleras gringas, nacionales, empresas privadas poderosas, terratenientes urbanos o rurales.
Las campañas electorales, tanto internas de esos partidos como las de carácter público, eran oportunas para ponerse en movimiento y aupar a potenciales electores, a que se apropiasen, sin que mediasen necesidades, de terrenos y hasta viviendas ante ausencia de aunque fuese un instante de sus propietarios. De esa manera se ganaban votos dentro del partido entre quienes participaban en aquellas invasiones programadas y oficiales.
Surgieron líderes de pacotilla, sin formación política ni siquiera mediana cultura, hasta analfabetas funcionales, porque se hicieron hábiles y relancinos promotores de invasiones.
Juan, por decir un nombre, que sirve para describir una situación real, aseguraba que ganaría a Pedro, las elecciones internas en el partido, “porque mientras él había repartido trescientos cincuenta bolsas, su contrincante apenas llegaba a sesenta”.
En Puerto La Cruz, una dama muy modosita, al inicio en exceso humilde y callada, de muy pocas luces, quien llegó a un importante cargo en un organismo encargado de los programas de vivienda del gobierno, se hizo de un liderazgo aunque oscuro, en base a programar invasiones de viviendas, que ella misma, debía entregar a quienes cumplían con los requisito y exigencias oficiales. Entregaban las llaves, pero el adjudicatario, al abrir la puerta de la vivienda encontraba gente adentro. Eso no había forma de cambiarlo.
Es bueno recordar que esos liderazgos tenían como meta, generalmente alcanzada, de hacerse de fortuna o ganar privilegios que le asegurasen para siempre una buena vida. Por allí andan, a oscuras, subrepticiamente, pero llenos de plata.
Con gente del partido, particularmente de cuerpos policiales, que por serlo tenían vivienda, previamente advertida y organizada, invadían casas y apartamentos ya adjuducados. El abogado que màs que le asesoraba, era còmplice, experto en chantajear y amenazar gente humilde y a quien sabía débil o indefenso, se hizo líder y hasta diputado. Promover invasiones fue uno de sus habituales subterfugios. Siempre pensó que a falta de capacidad para convencer y liderar en buena ley, bien servían sus predisposiciones delincuenciales.
Toda invasión se hacia averiguando previamente a quién pertenecía el bien, para no dañar a un compañero o a un “pesao”, que les sacaría de su propiedad en menos de lo que canta un gallo y sin ninguna sutileza. Lo que podría hasta llevar a que el autor o autores intelectuales quedasen al descubierto.
Había, y hay todavía, invasores de profesión. Quienes obtienen jugosos beneficios promoviendo y participando como si fuesen necesitados y angustiados en aquellas acciones. Suelen mezclarse con gente de buena fe y movida por la injusticia que los excluye.
Las invasiones de las que hablamos pues no son nuevas ni han surgido bajo el gobierno de Chávez y menos por el aliento de éste. Es una vieja práctica, que como en otro artículo dijimos, viene del fondo de la historia, y más recientemente fue usual en la cuarta república, para uso y beneficio de la clase dirigente.
Recién caído Pérez Jiménez, se hizo célebre un personaje conocido como el “hombre de la chaqueta negra”, quien aprovechándose de la confusión en aquellos días de enero de 1958, se apoderó de las llaves de los apartamentos de la urbanización conocida, para aquel momento como “2 de diciembre” y posteriormente “23 de enero” y las repartió como “democráticamente”, sin pedir carnet, cartas de recomendación ni respaldo político. Sólo con ver las caras y reconocer en ellas la necesidad, aquel Robin Hood, otorgaba el derecho a apoderarse de un apartamento recién construido por el gobierno saliente. Nunca llegó a saberse que los beneficiados no debieron ser merecedores de aquel gesto. “El hombre de la chaqueta negra”, pasó desapercibido.
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