El Caracazo se encendió entre el 27 de febrero y el 3 de marzo de 1989, y ocurrió a 25 días de la toma de posesión de Carlos Andrés Pérez. Como siempre ocurrió con los gobiernos de la Cuarta República, a contracorriente de sus promesas el 15 de febrero anunció su voluntad de someter la economía a los dictados del Fondo Monetario Internacional. El anuncio tuvo lugar en medio de un creciente desabastecimiento de alimentos básicos, una inflación galopante y una crisis económica insostenible y fue mal recibido por un pueblo que se había hecho cada vez más consciente de sus derechos. El lunes 27 de febrero entró en vigencia el aumento de los pasajes. Las protestas se iniciaron en las paradas y terminales interurbanos del transporte público, y desde allí, y ante una total ausencia de gobierno que no controlaba los abusos en el cobro de los pasajes, unas protestas se encadenaron a otras, pasaron a disturbios, a saqueos, hasta que al caer la noche, Caracas y otras ciudades habían colapsado. El martes 28 los saqueos se generalizaron en todo el país. El Gobierno apareció a final de la tarde y anunció la suspensión de garantías y el toque de queda, militarizó las ciudades y aplastó las protestas con violencia desmesurada, especialmente en los barrios pobres de la capital. Caracas vivió sumida en el caos, las restricciones, la escasez de alimentos, la militarización, los allanamientos, la persecución y el asesinato por parte de los “cuerpos de seguridad” del Estado, dejando una cifra de muertes que superan las 2.000 personas. Fue el principio del fin del sistema partidario levantado desde 1958.
Luego de 20 años del 27 y 28 de febrero de 1989, “se siente el aire fresco e insurgente de un arte nacido de la risa de Dios”, dirá Kundera, y sus ecos resuenan en ese mismo aire exigiendo justicia. Sabemos de qué mano vendrá. Por eso de cuando en cuando nos regodeamos en su ruidosa presencia sin excesos, en su seductora promesa y en el espanto que produce en los que temen su vuelta, tal como ocurrió el 13 de abril de 2002 y como ocurre en la microfísica de las rebeliones cotidianas contra todo poder que se oponga al poder popular. La piel de esa fecha quedó tatuada en rojo en las aceras y en calles de los barrios caraqueños, al hacer de su dolor un registro y una memoria. ¿Cómo cargar al hombro con esos días testarudos, que desde un equivalente imposible no se dejan intercambiar con nada? “El muro del intercambio imposible”, dice Baudrillard, es el lugar simbólico en donde lo delirante e irracional se torna en una verdad irrefutable. Allí, los sistemas racionalmente estructurados chocan con el borde de sus propios límites y en ese momento sobreviene la catástrofe, de donde derivan las suertes más afortunadas. Así ocurrió aquel febrero del que aún no conocemos sus alcances. Lo que sí sabemos es que se incrustó en lo más profundo del ADN social, en la urdimbre espesa de la multitud. Luego, la gente de verdad, fue recogiendo los trozos de sus pedazos para rehacer sus consignas y levantar hoy un problemático futuro en una época de desencanto desgarrado y paradójicas crisis terminales. Se trata de un día largo que ya cruza el arco de tiempo de dos décadas. Desde ese día ya no podemos vivir en paz, a menos que apelemos a la conciencia infeliz del pequeño burgués que grita: “Prohibido olvidar” para no recordar nada y salir a desfilar y exhibirse a favor del imperio, con las banderas de la impostura. Hablando desde lejos de los pobres y sus mundos, contemplando parajes a los que jamás será capaz de entrar. Los cientos de millares que vivimos las intensidades puras de esos días gemelos, tuvimos que aprender a vivir con esa cicatriz, a pasearla de cuando en cuando y hacer con ella gimnasia para que se mantenga en forma, para que se haga presente de ser necesario. Resumamos: existen muchas formas de aprender, pero pocos momentos de aprendizaje colectivo, en los que, como dijo Marx, más aprende un pueblo en un día de lucha que en 100 años de pasividad. ¡Vaya usted a saber quién sabe cuánto aprendimos como pueblo! Poco a poco fuimos invocando un discurso para una subjetividad otra, esto es, de las luchas y de las memorias colectivas por la liberación del trabajo. Fuimos creando islas de afectos y solidaridades desde donde fundarse y respirar, para resistir al imperium del modo extenso de expresión de la forma capitalista de existir. La vigencia y la legitimidad de dicha pretensión tiene que ver con la persistencia y el entronque de dichas ideas, con el conjunto de prácticas cotidianas transformadoras de la vida real, con sus rituales y lenguajes; es decir, con las formas del intercambio y producción de la vida. En fin, hay que instalarse en el deseo, en los afectos y los placeres, en sus formas de satisfacción y de allí derivar un movimiento que resulte en determinación del compromiso y de la voluntad dispuestas a hacerse multitud. O sea, hacernos de un proyecto de vida naturalmente asumido y compartido. Fundado desde una visión de la plenitud de la potencia de existir y de actuar que se eleva y se afirma en la pasión por la generosidad. ¡Pero cuidado! Aquel febrero también nos enseñó que en política todo es cuestión de poder, es decir, de expresión de la fuerza. Lo demás es recuerdo e ilusión.
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