Que lo hayan hecho las miserables
oligarquías mencionadas se explica, porque la lucha revolucionaria
encabezada por El Libertador golpeó y mermó de manera muy significativa
los obscenos privilegios de los cuales disfrutaban estos sectores. Pero
que sean plumíferos venezolanos –al menos nacidos en estas tierras-
que en los últimos tiempos se hayan esforzados en convalidar y difundir
esa despreciable infamia es algo que debe merecer el repudio y el desprecio
de todos los venezolanos de verdad.
Entre quienes
más destacadamente militan en esta vil campaña contra Bolívar se
encuentra una seudo-historiadora zuliana quien, para exaltar la figura
de Miranda, no encontró una mejor manera de hacerlo que enlodar el
nombre de nuestro máximo héroe. Esta señora llegó a decir, además
de la calumnia ya mencionada, que la participación de Miranda en la
reunión de la Sociedad Patriótica que se celebró un día antes de
la declaración de la independencia, fue decisiva para que en la sesión
del Congreso del día siguiente se hiciera ese pronunciamiento. Olvidando
deliberadamente que fueron aquellas palabras de Bolívar, pronunciadas
con la sublime exaltación de los predestinados, lo que finalmente inclinó
la balanza a favor de la declaración. Y fue así, porque hasta ese
momento las opiniones de quienes integraban aquel cónclave estaban
divididas entre quienes se mostraban a favor de una declaración inmediata
de independencia y los que eran partidarios de aplazarla, sosteniendo
estos últimos para fundamentar sus posiciones, que el proyecto de independentista
debía realizarse con la calma que demandan las grandes empresas. Aunque
también había otros que sostenían que la independencia no haría
otra cosa que abrir las compuertas a la anarquía y el caos. Pero veamos
lo que en torno de este episodio nos narra Indalecio Liévano Aguirre,
historiador colombiano, para vergüenza e INRI de Pino Iturrieta y demás
conmilitones de la Academia de la Anti-historia, nacidos en mala hora
en nuestro país.
“…El éxito alcanzado por
tales argumentos contrarios a la independencia, desde un principio convenció
a Bolívar de que sólo una poderosa presión de la opinión pública,
de esa opinión pública bullanguera y deliberante que asistía a las
sesiones de la Sociedad Patriótica, podría romper el peligroso equilibrio
–empate- de fuerzas formado en el congreso, en cuya desesperante estabilidad
la emancipación venezolana se encontraba a punto de perecer. La noche
del 3 de julio se presentó en la Sociedad Patriótica, dominado todavía
por la contrariedad que le causaron los incidentes ocurridos en la sesión
de esa tarde del Congreso, en la cual no se pudo llegar a ninguna solución
favorable, y, en cambio, se formularon acerbas críticas a la Sociedad
Patriótica, acusándola de querer convertirse abusivamente en un segundo
Congreso.
Embriagado por
su propia exaltación revolucionaria -continúa diciéndonos el ilustre
historiador colombiano- se puso en pie en medio del tumulto que caracterizaba
esa noche el debate de la Sociedad Patriótica y, con voz firme, pidió
la palabra. Bolívar contaba entonces con veintiocho años; su antigua
nerviosidad era ahora exaltación; en su rostro se habían hecho más
definidas las líneas afirmativas de su carácter. “No es que haya
dos congresos –dijo Bolívar con voz sonora que acalló los murmullos
del salón-. ¿Cómo podrían fomentar el cisma y la división los que
más conocen le necesidad de la unión? Lo que queremos es que esa sesión
sea efectiva para animarnos a la gloriosa empresa de nuestra libertad.
Unirnos para reposar y dormir en los brazos de la apatía, ayer fue
mengua, hoy es traición.
Estas frases en
las que se mezclaban el acento convincente con la llama de la pasión
íntima, lograron instantáneamente atraer la atención de la concurrencia
hacia Bolívar, a quien en ese recinto se veía siempre con simpatía,
porque sabía excitar sabiamente las pasiones populares: “Se discute
en el Congreso Nacional –continuó- lo que ya debiera estar decidido.
Y, ¿qué dicen? Que debemos comenzar por una confederación. ¡Como
si todos no estuviéramos confederados contra la tiranía extranjera!
¿Qué nos importa que España venda a Bonaparte sus esclavos, o que
los conserve, si estamos resueltos a ser libres? Esas dudas son tristes
efectos de las antiguas cadenas. Que los grandes proyectos deben prepararse
con calma. ¿Es que acaso trescientos años de calma no bastan? ¿Se
quieren otros trescientos todavía?”.
Una estruendosa
ovación fue la respuesta a estas interrogantes lanzadas en aquel recinto
en cuya atmósfera, cargada de electricidad, se estaban engendrando
las fuerzas desencadenadas de la tormenta revolucionaria. Bolívar sintió
que el auditorio estaba dominado y, sin vacilar se adelantó a proponer
una decisión que tendría una importancia superior a la que él mismo
imaginaba: “la Sociedad Patriótica respeta como debe –dijo- al
Congreso de la Nación; pero el Congreso de la Nación debe oír la
Sociedad Patriótica, centro de luces y de todos los intereses revolucionarios.
Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad sudamericana.
Vacilar es sucumbir. Propongo que una comisión de este cuerpo vaya
allá y exponga estos sentimientos”.
Después de conocer
estos hechos, no sé como puede haber nadie, como lo h izo la mencionada
historiadora, que pueda afirmar que la participación de Miranda en
las deliberaciones de Sociedad Patriótica, fue decisiva para la adopción
de decisiones que esa junta tomó en obsequio de la independencia.
Por otra parte,
señora historiadora, está lo que representa más que una terrible
infamia, una grosera obscenidad contra la venerable memoria de Bolívar
y contra su inmarcesible gloria. Me refiero, por supuesto, a que el
Libertador supuestamente entregó Miranda a los españoles.
Ahora, quienes
repiten y se hacen eco de esta calumnia soez, como es su caso, no deben
limitarse sólo a divulgarla de una manera tan escueta como se hace,
sino también debían suministrar, para inspirar un mínimo de credibilidad,
mayores datos sobre el asunto; decir, por ejemplo, en qué circunstancias
se produjo la entrega. Decir, si fue el propio Libertador quien la realizó
o si la hizo a través de interpuestas personas, porque un hecho de
tanta significación como esa, que pone en juego la reputación de uno
de los más grandes hombres –si no el más grande- que ha parido la
tierra, no podía quedarse constreñido a los estrechos límites de
sus protagonistas, sino que, por el contrario, debió trascender hasta
sus más ínfimos detalles.
A este humilde escribidor, francamente, se le hace muy difícil imaginar a Bolívar tragándose su orgullo y su amor propio, el alto concepto que él tenía del honor y la dignidad y llevar preso a Miranda para entregárselo a su mortal enemigo, que para ese momento no era otro que Monteverde. No concibo a Bolívar llegar hasta donde se encontraba el militar español y decirle:
-Mire, mi general,
aquí le traigo a este sujeto que con tanto afán andan buscando.
Y se lo traigo, para ahorrarles las desagradables molestias que les
está causando su búsqueda-. Decir esto, y después marcharse
tan campante a sus cuarteles para seguir combatiendo a los españoles,
sólo lo pueden creer los degenerados follones, los repugnantes gargajos
de la Academia de la Historia. Estos sujetos son tan depravados y tan
carentes de escrúpulos, que son capaces de hablar mal hasta de lo más
sagrado si le pagaran para eso. Y en cuanto a la otra posibilidad que
había de poner al precursor en manos de los realistas, y que
consistía en enviárselo a Monteverde mediante unos subalternos, tampoco
esa posibilidad, repito, era factible.. Por cuanto quienes se encargarían
de enviar y entregar al prócer sabían que ellos, al igual que le hubiera
pasado a Bolívar, también quedarían detenidos. Además, Bolívar
no tenía ninguna autoridad para tomar una decisión de entregar a nadie,
porque el rango de coronel que ostentaba no le confería esa autoridad.
Pero, ¿cómo
ocurrieron los hechos relacionados con la detención y posterior entrega
de Miranda a los insurrectos peninsulares? Para saberlo tenemos que
darle nuevamente la palabra a Indalecio Liévano Aguirre.
“El día 13
de julio ocurrió un acontecimiento –escribe el historiador- que aumentó
el pesimismo del generalísimo; los esclavos negros del valle de Barlovento
se revelaron y, al grito de ¡Viva el rey! se pusieron en marcha hacia
Caracas, incendiando las haciendas, quemando las plantaciones y asesinando
cruelmente a los blancos. Miranda decidió entonces dar el más triste
paso de su vida pública ya meditado anteriormente (…), pero que sólo
ahora se atrevía a llevar hasta sus últimas consecuencias: se reunió
con Francisco Espejo, Germán Roscio, el general José Sata y Bussy,
Francisco Antonio Paul, y después de mostrarle la gravedad de la situación
les encareció la conveniencia de proponer un armisticio como venía
aconsejándoselo el marqués de Casa y León.
Al recibir de
Monteverde una contestación que incluía las condiciones más difíciles
de aceptar para un general de su categoría, tras una serie de notas
en las que lamentablemente claudicaba, Miranda aceptó el armisticio
como el jefe español lo deseaba,
y cuyos términos y bajo su responsabilidad mantuvo en secreto
hasta última hora, dando pie para que sus numerosos enemigos y muy
especialmente la oficialidad del ejército patriota, pensaran, cuando
se conoció la rendición, en la posibilidad de una traición.
Al grito de ¡No
vendieron a Monteverde!, ocurrieron entonces numerosos pronunciamientos
en los cuarteles para desconocer lo pactado. Miranda logró dominar
el descontento y, después de ordenar al comandante de Caracas la entrega
de la ciudad (…) mandó trasladar su equipaje y sus libros a bordo
del bergantín Zafiro, anclado en el puerto de la Guaira.
El hecho de que
Miranda se preparaba a salir del país –continúa diciendo el
historiador- produjo una general alarma entre los patriotas reunidos
en la Guaira, y la creencia de que el armisticio sí envolvía una traición
pareció comprobada por este hecho. Por eso, la misma noche de su llegada
a la Guaira, un grupo de oficiales venezolanos, a la cabeza de los cuales
figuraba Bolívar (…) se puso en contacto con el comandante militar
coronel Manuel María Casas, y acordaron detener a Miranda para ponerle
el castigo correspondiente”.
Después de haber
sido arrestado Miranda en su residencia, momento en que pronunció
las célebres palabras de bochinche, bochinche, esta gente no sabe sino
hacer bochinche, fue conducido y encerrado en las prisiones de la Guaira,
y más tarde en las terribles mazmorras de Cádiz.
“El 31
por la mañana, los autores del arresto de Miranda se reunieron con
Casas para decidir la suerte del prisionero y estudiar la manera de
escapar de Venezuela. Bolívar, quien ya no dudaba en atribuir el fracaso
de la revolución a la conducta del generalísimo, propuso su inmediato
fusilamiento. Entonces Casas, hasta ese momento de acuerdo con sus compañeros,
les dijo francamente que en su calidad de comandante de la Guaira no
entregaría al prisionero sino a las autoridades españolas y a ellos
no les permitiría salir de Venezuela, para dar así cumplida ejecución
al armisticios”.
Así fue
como Miranda llegó a manos de los españoles, entregado no por Bolívar,
como se complacen en decir sus patéticos detractores sino por Casas,
comandante de la Guaira.. Pero así también fue el triste final de
la primera República.