El
soberano coloca su espada sobre la cabeza de su súbdito y le confiere
un extraño poder. Un derecho que se ejerce sobre la vida y la muerte,
inclinado hacia esta última: Permitir la vida, provocar la muerte. Vida y
muerte pasan a ser dominio del ámbito político. El Derecho positivo
deviene en tinglado que controla la vida, su tiempo y sus velocidades.
Una ortopedia social se erige sobre el uso del cuerpo y sus placeres,
suspendiendo sobre su cabeza, la espada amenazante del castigo
provisionalmente aplazado. El libre albedrio cede ante la soberanía
delegada que se hace Estado, para que funcione la vida como tal, dentro
de un marco de prescripciones y representaciones. Desde las
secularizadas sociedades de los bandidos retratadas por Stevenson en La
Isla del Tesoro, hasta el liberalismo burgués democrático, como aquí, la
vida transcurre al interior de un contrato. De manera que el derecho a
la vida como derecho humano, forma parte de las cláusulas de este
discurso que caracteriza, tipifica, condena y castiga lo que considera
El Mal. Excluir para controlar los flujos de tiempo, vigilar y
reglamentar en un orden cerrado la potencia expresiva de la vida, es lo
que se conoce como castigo. De este modo, La Razón Universal consigue
la forma de expresión instrumental de sí misma. Todo bien hasta aquí.
Pero vino Kafka y El Proceso, a aguarnos la fiesta. Demostrando que esta
relación biopolítica de la fuerza del poder sobre el cuerpo, se pliega y
sobre pliega sobre sí misma, separando medios y fines, al punto de
autonomizarse por completo y degenerar en bestial irracionalidad
desarticulada de los medios y los fines. Al punto que el régimen de
encierro carcelario termina gobernado por sus propias
reglas. Así, un doble sistema de castigo controlará la vida y la muerte
del reo: La pena impuesta por el orden legítimo y la intrínseca de la
lógica carcelaria puertas adentro. En cada prisión podría colocarse un
cartel que dijera, como en la Divina Comedia de Dante, refiriéndose al
Infierno: “Aquí termina toda esperanza”. Arthur Rimbaud, en 1871,
escribió 100 líneas dirigidas a Verlaine, que tituló: El Barco Ebrio. Un
bote epónimo, perdido al azar de las mareas. Para ello se inspira en
una práctica sajona de la Edad Media. En aquella época El Mal no había
sido discriminado, tipificado y clasificado como hoy. De modo que
prostitutas, blasfemadores, ladrones, locos, asesinos, mendigos y
cualquier otra forma de disfunción, era colocada en un barco y echada al
mar; y es que la sociedad nunca ha sabido tratar su alteridad. Desde el
dictado de la antigüedad: “todo delito, por pequeño que sea, se castiga
con la muerte”, pasando por el desmembramiento; transitando por
Oscarcito y la sociedad del control que denuncia S. Kubrick, en su
Naranja Mecánica; hasta la aberración latinoamericana del manejo
carcelario en sus distintas versiones. Aquí, los reos ejercen su propia
ley y se consustancian con una cultura de la muerte, pavoneando su poder
desde el horror de la violencia que borra cualquier lógica correccional
y la confronta con su sin sentido. En este contexto extremo las
sociedades reclaman la presencia del poder del Estado. Introducir
Tecnologías del Yo, que restituyan un cierto sentido de compasión con
nuestros congéneres en la misma medida en que se ejerce la autoridad del
estado de derecho. En las sociedades serias, la oposición se pliega a
este grito y exige, eso sí, que el asunto se lleve a cabo hasta sus
últimas consecuencias."En Venezuela no. Pasan años clamando que se luche contra la
inseguridad, pero cuando El Estado enfrenta el núcleo del problema;
entonces la derecha da bandazos, monta un show, se desespera y
desparrama y asfixia en el vómito de su propio vacio. Navegan sin brújula, como un barco ebrio
juanbarretoc@gmail.com